A las siete de la mañana, cuando los estudiantes del Rosario llegan a sus primeras clases, la plaza que está frente a la universidad, que lleva el mismo nombre, está vacía. Dos horas después, mientras se abren los salones de café donde tomaba tinto el escritor Gabriel García Márquez cuando trabajaba como periodista para El Espectador, la plazoleta, ubicada en la carrera sexta con calle Jiménez, puesta al costado derecho del edificio del Banco de la República, comienza a llenarse.
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Poco a poco decenas de hombres en pequeños grupos de no más de cinco o seis que parecen secretearse se van mostrando unos a otros el contenido de hojas blancas dobladas en cuatro pliegues que la mayoría de ellos tiene en sus manos. Aquellas hojitas dobladas contienen esmeraldas.
A las 10 de la mañana la plaza del Rosario alberga a unos 300 esmeralderos que buscan comprar, vender y revender, entre sí o a joyeros o a otros comerciantes, las piedras verdosas que han salido principalmente de las minas de Boyacá y Cundinamarca que años atrás estaban en poder de zares esmeralderos como Víctor Carranza, y las familias Triana, Rincón y Molina y que hoy le pertenecen, en su mayoría a empresas extranjeras.
Aunque la gran masa de esmeralderos se conoce entre sí, porque el negocio de vender y comprar esmeraldas en este punto de la ciudad lleva al menos unos 40 años y muchos son los mismos de siempre, el ambiente en el sector es hostil. Los 300 hombres, que parecen uniformados con chaquetas de cuero y carrieles terciados, donde guardan las piedras y la plata, son de mirada esquiva.
Pocos de ellos sonríen. Parece que todos desconfiaran de todos. La camaradería está ausente en las horas de trabajo, porque lo que puede estar en juego son negocios de muchos millones de pesos, aunque hay días que muchos se van para sus casas sin haber vendido ni la más pequeña y barata de sus piedras, habiendo gastado durante la jornada el almuerzo y un número indeterminado de tintos y cigarrillos que doña Adela les vende en su carrito de mercado que desde hace 10 años convirtió en la cafetería ambulante preferida de los esmeralderos del centro de Bogotá.
Algunas de las esmeraldas que se venden y se revenden en esta plazoleta son las que empresas mineras dejan para el mercado interno por ser de baja calidad para las joyerías de Hong Kong, Beijing y Shanghái y Estados Unidos, donde termina el 90% de las gemas que se sacan de las minas colombianas, y donde una pequeña piedra puede valer tres mil millones de pesos. Aun así en la plaza del Rosario y sus alrededores hay piedras que bien podrían costar 500 millones de pesos o algo más.
Las esmeraldas de la plaza llegan a Bogotá por medio de grandes comerciantes que tienen contactos directos con la mina y van revendiéndolas a sus contactos. Cuando las piedras preciosas llegan por primera vez a la plaza del Rosario ya han pasado por al menos tres manos y allí son vendidas en gran parte por comisionistas que no son dueños de las esmeraldas y que su trabajo es solo de vendedor.
Otra gran cantidad de esmeraldas que día a día se mueven en el centro de la ciudad llega de la mano de guaqueros humildes que han rebuscado piedritas verdes entre la tierra desechada que sale de las minas y en las aguas de los ríos que las rodean. La guaquería es una labor ancestral que nació junto a la excavación de las minas de esmeraldas. Es la forma de empleo de unas 10 mil personas solo en el departamento de Boyacá.
Varios de los esmeralderos que venden y compran en la plaza frente a la universidad empezaron en el oficio siendo guaqueros y trabajando en las minas. Así arrancó Luis Torres, un esmeraldero de 61 años que empezó a los 20 a ganarse la vida a punta de esmeraldas. Lucho, como le dicen en la plaza quienes lo conocen, guaqueó durante cinco años a las afueras de las minas de Muzo y Coscuez que le pertenecían al zar Carranza, quien fue el minero más famoso en la historia de Colombia, muerto de cáncer en abril de 2013.
A los 26 años Lucho se dedicó a un oficio más rentable y menos esclavizante: ser negociante de esmeraldas. Tenía lo más importante en el negocio, el conocimiento sobre la piedra. Empezó a comprarle a los guaqueros, amigos y familiares suyos, las piedras que se encontraban y con un montoncito de rocas llegó a Bogotá a comienzos de los años 90 para venderlas en el centro de la capital. Ahí fue cuando lo comenzaron a llamar esmeraldero.
Vivir de la venta y compra de esmeraldas no es un negocio fácil. Hay que conocer mucho las piedras para no perder dinero con ellas y también hay que tener buena suerte. El mercado de la esmeralda es una ruleta rusa.
Es un mercado inestable porque esta piedra no tiene precio. “El valor de cada esmeralda lo da sus características y no hay en el mundo dos piedras iguales, ni siquiera las que se cortan del mismo pedazo”, así lo dice el esmeraldero Miguel Ángel Caro, comerciante de esmeraldas desde hace 37 años, quien tiene un local en el edificio Emerald Trade Center, a una cuadra de la plaza rosarista, mientras enseña un corazón tallado que tiene valorado en 50 millones de pesos.
La pureza, el brillo, la limpieza, el verdor son características de las rocas que le dan al esmeraldero la libertad de ponerle el precio que considere a sus esmeraldas. El esmeraldero del centro de Bogotá puede pasar uno y hasta dos meses enteros sin hacer un solo negocio. Pero puede pasar también que en una sola transacción se gane 10 o 20 millones de pesos.
Lucho cuenta que su en su mejor negocio, hace un par de años, se hizo 150 millones con una excelente producción que la suerte le puso en las manos. Pero, como todos, también ha perdido mucho dinero, por hacer malos negocios y por caer en engaños con esmeraldas falsas. A él, conociendo mucho de piedras, lo lograron engañar. En esa oportunidad perdió 60 millones de pesos.
Los esmeralderos explican que la manera más segura de hacer dinero en la plaza de mercado de la esmeralda callejera es comprar y vender la piedra tal como llega desde la zona minera; negocio que en esta plaza llaman venta de piedra en bruto. Manipular la esmeralda, mandándola a tallar en los laboratorios que rodean la plaza rosarista, es también una ruleta rusa. Con la talla el esmeraldero puede perder todo lo invertido o triplicarlo con el resultado de una roca bien tallada. Todo depende de la experticia del tallador y de la piedra misma. Pero en la Plaza del Rosario pocos arriesgan su dinero y prefieren ganar menos vendiendo en bruto.
A las tres de la tarde de todos los días la plaza del Rosario comienza a desocuparse. La jornada de los esmeralderos, que es de unas seis horas, va llegando a su fin. A las cuatro ya no hay nadie; ni siquiera doña Adela, que busca otro punto del centro para seguir vendiendo sus tintos y agüitas a 800 pesos.
Algunos esmeralderos se van para sus casas con varios millones encima. Otros han perdido dinero. El día de esta entrevista Luis Torres perdió un poco más de $50 millones con la compra de dos piedras que no salieron tan buenas como él esperaba. Aunque no hoy fue su día, mañana, sobre las nueve, estará en la de nuevo en la Plaza del Rosario, junto a 300 hombres más que llevan en sus manos las hojitas blancas dobladas en cuatro pliegues, tratando de que la suerte y la ruleta rusa de la esmeralda le juegue a su favor.