Según una reciente encuesta publicada en El Heraldo, el 40,9% de los barranquilleros votaría en blanco por inconformidad con el sistema político y el 27,8% lo haría por descontento con los candidatos. La misma intención está difundida en el resto del país con el inevitable toma y daca entre detractores y partidarios del voto en blanco.
Los opositores dicen que es tirar el voto a la basura porque su uso es simbólico si no alcanza la mayoría absoluta. Los partidarios replican que el voto debe decidirse a conciencia y va más allá de la derrota o victoria. Los opositores tachan a los otros de perezosos y cobardes incapaces de tomarse el tiempo de analizar las propuestas de los candidatos. Los partidarios señalan que décadas de corrupción reflejan la inutilidad de las promesas de campaña. Y así se seguirán dando palo hasta las cinco de la tarde del 25 de mayo.
En 2002 creí en Uribe y voté por él con convicción. Seis meses después intenté diseñar una máquina del tiempo para evitar aquella embarrada de Efraín del pasado; desistí cuando me di cuenta que haber repetido todas las físicas del pensum en la universidad, no significaba tener el doble de conocimiento para construirla. Desde entonces me convertí en una de esas solteronas heridas en su juventud por un tipo desalmado, marcadas por el resto de sus vidas.
Voto en blanco porque no creo en políticos ni en sus promesas y mucho menos en sus ideales. Lo hago porque las leyes se aprueban para desviar la atención del pueblo, aun si son innecesarias o si su aplicación no es efectiva ni solucionan los problemas de fondo. Lo hago porque los verdaderos gobernantes, a través del lobby, son los grandes intereses económicos mientras el pueblo debe marchar en medio de gases lacrimógenos para lograr que se les preste un poco de atención. Lo hago porque los pocos candidatos de buenas intenciones y propuestas bien estructuradas terminarán de manos atadas por la burocracia y el sistema de favores o, peor aun, convertidos en payasos como el resto de políticos. Voto en blanco y lo hago con convicción.
Me encantaría una victoria del voto en blanco pero estoy seguro que, cualquiera sea el resultado, no va a tener ningún efecto real. En 2010 las encuestas decían que el Partido Verde iba a arrasar con Santos en las elecciones presidenciales y era palpable un sentimiento general de cambio. Al final, Santos obtuvo 46,67% y Mockus 21,50% en la primera vuelta y en la segunda le ganó 69,12% contra 27,47%. ¿Los seguidores de Mockus se perdieron en el camino al puesto de votación? Lo mismo va a pasar con el voto en blanco.
En la misma encuesta de El Heraldo, el 86,2% usa calificativos negativos para referirse a los políticos. Nos quejamos de ellos pero olvidamos que fuimos nosotros los que los elegimos y les seguimos el juego de darnos contentillo, como cuando vitorearon a Alejandro Char al anunciar, durante su posesión, la contratación de Giovanni Hernández para el Junior. ¿Cuántos de ese porcentaje vendieron el voto por una teja Eternit, por un sancocho – trifásico o no - o por una boleta para los mini palcos de la Batalla de Flores? ¿Cuántos se prestan para hacer tramoyas, como la reciente anulación de casi 100.000 cédulas inscritas? ¿Cuántos se quedan en casa viendo La Red en Caracol o Serpientes a bordo en RCN en vez de salir a votar? ¿Cómo hacen para quejarse después?
Votar a conciencia no es garantía de que el funcionario electo cumpla lo que prometió, y es posible que uno termine, citando al Totono Grisales, “con un sinsabor amargo”. Pero por muy cursi e idealista que suene, es lo correcto. O si lo prefieren, pueden seguir el consejo de uno de mis amigos más cercanos, poco amigo del voto en blanco y de reconocida ascendencia familiar de la fracasada izquierda de nuestro país: “en toda elección, te guste o no, hay que votar por la menos peor de las opciones”. Ahí verán.
