El matrimonio entre el alcohol y la literatura

El matrimonio entre el alcohol y la literatura

De los 100 años que cumpliría hubiera pasado la mitad de su vida a media caña. Produciendo gran literatura completamente borracho

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enero 09, 2016
El matrimonio entre el alcohol y la literatura

El alcohol y la literatura no es, ni mucho menos, un binomio del todo feliz, o al menos no en todos los casos;  historias como las Scott Fitzgerald o Hunter S. Thompson lo confirman.

De los siete premios Nobel norteamericanos, cinco eran alcohólicos: Sinclair Lewis, Eugene O’neill, William Faulkner, Ernest Hemingway y John Steinbeck. “Soy alcohólico, un drogadicto, un homosexual y un genio”, llegó a decir Truman Capote, y Hunter S. Thompson afirmó que sus mejores libros los había escrito borracho. A ver….

Ni apología ni moralismo. Lo que sí da qué pensar es esa rara y turbulenta relación entre alcohol y creación, un binomio tan antiguo como complejo y al que se han dedicado páginas y páginas, desde títulos celebratorios como Mezclados y agitados hasta otros más ejemplarizantes o falsamente sentimentales, compilaciones de miserias ajenas que sólo la estupidez podría deducir como enaltecedoras.

Una cosa sí es cierta: la página en blanco debe de asustar, y mucho, para que sea mejor enfrentarla borracho que sobrio. El tema no es nuevo. Drogas y alcohol han sido ingredientes indispensables de magníficas obras, también el sumidero por el que se han ido muchas otras. La frase “Write drunk, edit sober”, atribuida a Ernest Hemingway, revela algunos dobleces de una relación tan compleja como antigua.

La página en blanco debe de asustar, y mucho, para que sea mejor enfrentarla borracho que sobrio.

Lope de Vega y Quevedo eran -los dos- muy “aficionados” –por usar una palabra ñoña- al vino. Edgar Allan Poe, Baudelaire, Swinburne, Verlaine, Thomas de Quincey , Dostoyevski… eran serios y potentes bebedores –también ‘comedores de opio’, pero lo que nos ocupa, que es el alcohol: lo consumían-. Alejandro Dumas dilapidó su fortuna en alcohol. El irlandés James Joyce era adicto al whisky y Samuel Beckett, quien fue su secretario, heredó su gusto por este. Como Jim Wormold, Graham Greene, no escribía sin su dauiquiri y Malcolm Lowry (1909-1957) retrató las miserias y desdichas del alcoholismo en  Bajo el Volcán (1947).

Jack London, F. S. Fitzgerald, Hart Crane, Thomas Wolfe, Dashiell Hammett, Djuna Barnes, Tennessee Williams, Carson McCullers, John Cheever, Raymond Carver o Robert Lowell, eran también alcohólicos.  La llamada Generación Perdida (The Lost Generation, 1909-1921), llegó a conocerse incluso como la “Generación Mojada” (The Wet Generation). La tristeza universal de sus páginas y sus borracheras parece haber nacido de un tiempo que, para sobrellevar, había que campanear en un vaso con hielo.

Hay, por ejemplo, amistades tan literarias como etílicas. Durante sus años en la Universidad de Iowa, John Cheever y Raymond Carver se hicieron grandes amigos y entrañables bebedores. Se conocieron porque compartían  una de las residencias de la Universidad, donde pasaban todo el día emborrachándose juntos. Hasta tal punto que, cuenta la leyenda, en una de sus largas jornadas etílicas llegaron a subirse a un avión y amanecer en otra ciudad. Tras terminar el curso en Iowa,  Cheever comenzó a asistir a reuniones de Alcohólicos Anónimos.

Así como dicen que Carver era un borracho encantador, otros como Melville, se convertían en  malhumorados bebedores.

Así como dicen que Carver era un borracho encantador, otros como Melville, el autor de Moby Dick, se convertían en  malhumorados bebedores, seres agobiados por las deudas, la crítica y las inseguridades sobre el propio talento. Otros en cambio, no cambiaban ni una pisca. Después de varios whisky de centeno, característico del sur de los Estados Unidos, William Faulkner seguía siendo igual de arrogante que de costumbre. Existen, también, quienes sacan pecho con el asunto: el peruano Alfredo Bryce Echenique ha afirmado, en más de una ocasión, que es el escritor más borracho del mundo.

Dos Juanes, uno argentino, Onetti, y el otro, mexicano, Rulfo, fueron bebedores importantes. Tal y como cuenta la argentina Reina Roffé en Juan Rulfo, biografía no autorizada. Después de años de severo alcoholismo, Rulfo se decidió a dejar la bebida. Y así fue: sólo bebía Coca Cola, una imagen que rescata el propio Onetti: "Cuando me encuentro con él, generalmente en los congresos, nos preguntamos ’¿Qué tal estás tú, Juan?’, y él me dice ‘¿Qué tal estás tú, Juan?’, y él se sienta con su gaseosa y yo con mi whisky y nos pasamos horas sin decirnos nada".

Entre los autores que también fueron conocidos por su alcoholismo están, cómo no, Charles Bukowski y Jack Kerouac. Y no hay en su afición a la bebida mucho de memorable o literario. Al contrario. Hay mierda, y mucha. "Mi infancia no había sido fácil, así que el resto de mi vida no me sorprendió tanto", dijo Bukowski. Y sus razones tenía: las palizas del padre, la sumisión de la madre, la pobreza, el sentimiento de saberse un inadaptado, el rechazo de los compañeros, su complejo de chico feo y tímido. Comenzó a beber a los 17 y no dejó de hacerlo hasta el día de su muerte, a causa de una leucemia.  En su caso, resulta preferible citar un poema a enseñar uno de los vídeos en los que aparece completamente borracho. Pero bueno, es el tema que nos ocupa. Esta imagen es de 1978, en un programa de la televisión francesa al que acudió Bukowski.

Pero no todos los ejemplos se regodean en la miseria literaria como si de una inmolación por el talento se tratara. James Ellroy, por ejemplo. El demon dog de la literatura norteamericana ha sobrevivido a todo. Después de haber ido junkie, alcohólico, vouyerista y un vándalo, a los 30 dejó el alcohol y las drogas, consiguió un empleo como caddy en un campo de golf y se dedicó a escribir, así lo cuenta en su primera novela Requiem por Brown.

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