Estados Unidos siempre será un referente importante para las democracias del mundo. Por décadas ha sido emblema de libertad y progreso y de oportunidades para todos. También fue un ejemplo de tolerancia. Como país tejido desde sus cimientos por inmigrantes acogió a personas de todas las latitudes. Allí convergen todas las razas, idiomas, religiones y culturas del mundo. Alguien puede ser defensor o contradictor del imperio norteamericano, pero sólo un ignorante de grueso calibre podría negar que de las decisiones de la primera potencia mundial dependen en gran medida la estabilidad política, financiera y económica de todo el mundo. Y no exagero si afirmo que un eventual colapso de este gigante traería consecuencias de dimensiones impredecibles.
Para corroborar la trascendencia de lo que está en juego en estas elecciones, el mundo está en vilo por el resultado de las mismas.
Ahora bien, la incertidumbre hoy por hoy en Estados Unidos es tal que en la atmósfera flota la sensación de que se estuviera decidiendo entre la guerra y la paz, entre el totalitarismo y la democracia, incluso entre un nuevo génesis y el apocalipsis. En un país donde cualquier paisano puede adquirir un arma de grueso calibre el asunto puede pasar a mayores si se impone la barbarie de los malos perdedores. Sí, porque los sectores más beligerantes de ambos partidos están diciendo de antemano que no aceptarían la derrota de su candidato.
En este orden de ideas, desde hace algún tiempo los estadounidenses están padeciendo un mal más peligroso que el coronavirus: la división. La palabra “unión” de la que surge el nombre de esta gran nación se encuentra en jaque: peleas cazadas por racismo, discriminación y polarización política; y para completar la creciente crisis económica ofrece un panorama poco halagüeño. Tal parece que el sueño americano se transformó en pesadilla.
Es indudable que en la actual coyuntura tiene mucha responsabilidad el presidente Donald Trump. Su estilo grotesco de gobernar, a la vez implacable, agresivo y segregacionista marca un retroceso respecto a la administración Obama, más diplomática y amiga de la prudencia, la sensatez y de las concertaciones. Todos sabemos que los políticos no son amigos de decirnos la verdad; pero Trump es un mentiroso compulsivo. Y para completar este panorama donde la palabra que predomina es la incertidumbre, ahora tenemos que en este tira y afloje por el poder nadie quiere aceptar la derrota.
Fue Trump quien primero envió el peligroso mensaje de poner en duda los resultados de la contienda electoral, y como efecto colateral de esa actitud insensata estaríamos ad portas de un efecto boomerang si es que él sale victorioso. Hoy por hoy predomina la desconfianza electoral en EE. UU. Jamás las instituciones habían sido sometidas a la malicia de las dudas infundadas: una locura total y una irresponsabilidad mayúscula. Este es el lamentable ejemplo que Estados Unidos le está dando al mundo y las consecuencias no tardarán en llegar. Creo que gane quien gane en estas elecciones 2020 habrá incidentes: los gringos dejaron meter en casa el demonio de la división, el cual destruye individuos, familias, comunidades, naciones, a toda la humanidad. Ojalá este melodrama patético no termine en tragedia. Que predomine algo cada vez más escaso en la especia humana: el uso de la razón.