Son las cinco y media de la tarde y el sol todavía sigue estampillado en el cielo como un arete rabioso. Rafael Alberto Buitrago se sienta a un lado de la carretera, se arranca los jirones en los que se ha convertido sus zapatos, y Parody, el perro que lo sigue en su travesía desde unos kilómetros atrás, le lame los pies magullados. Ahora que está sentado en una piedra se da cuenta del dolor que le proporciona caminar durante doce horas continuas. Busca en el morral el agua de sulfato de magnesia que Marcela, su esposa, le empacó cuando a las ocho de la mañana salió del Socorro a emprender la aventura de su vida: formar parte del platón de 50 mil maestros provenientes de todos los rincones del país que se tomará Bogotá a partir del miércoles seis de mayo.
Moja un trapo con la cantimplora y se acaricia las heridas en la planta de los pies. El municipio de Oiba está a una curva. Se levanta, Parody lo sigue, el sol se esconde entre las montañas y justo en la entrada del pueblo una docena de maestros lo esperan. Un cuchuco humeante, un pedazo de carne y arroz y una vasija con guarapo, le devuelven las fuerzas. El agotamiento es tan profundo que duerme mal y a intervalos a pesar de que el colchón que le han proporcionado sus compañeros es cómodo.
Se levanta temprano y sigue la travesía. El puente del primero de mayo está en pleno apogeo y los carros se agolpan en la carretera. Es peligroso el tráfico pero desde la ventana de un bus no falta el que lo reconoce y le grita una arenga de apoyo. Cuando se siente desfallecer, Rafael Alberto recuerda su causa.
Hace 22 años, cuando se recibía como Ingeniero Agrónomo en la Universidad Nacional, llegó a San Gil a hacer una pasantía en un proyecto de agricultura orgánica. Allí conoció a Marcela, se enamoró del entorno y se quedó. La capacidad que tenía para expresarse lo convirtió, casi sin pensarlo, en profesor. Desde hace ocho años es docente agrícola en el colegio Alberto Santos Buitrago de la vereda de Los Morros del Socorro. En el centro educativo no hay agua potable, ni baños, ni mucho menos electricidad. Allí dictar clases es una más de las labores que realiza. Cuando recién despunta el día y cuarenta niños se hacinan en un salón de veinte metros cuadrados, Buitrago puede ver el rostro pálido de algunos de sus alumnos. Ahí frente a él suelen caer inermes, abatidos por el dolor punzante del hambre, niños de doce años que superan con dificultad el metro de estatura. Para que esto no volviera a pasar, el ingeniero de 47 años se inventó un ritual que él y los otros profesores del colegio costean de su propio bolsillo: las clases no empezarían hasta que cada alumno no disfrutaran de un caldo de papa. Como muchos otros maestros, Rafael Alberto no sólo protesta para que se de la anhelada nivelación salarial y para que se suprima la evaluación en la que se han rajado el ochenta por ciento de profesores que la han presentado, sino para que cientos de miles de niños no vuelvan a ir al colegio con sus barrigas vacías.
Además de darles de comer el maestro rural se convierte en un consejero que guía al adolescente en las primeras lides del amor, en un estilista que con paciencia espulga el cabello de cada muchacho en busca de una nueva plaga y en el padre que suple la ausencia que ha dejado la muerte o el alcoholismo.
Su jornada laboral dista mucho de tener seis horas y está lejos de ganarse los dos millones y medio que la ministra de educación ha promediado. Antes de las cinco de la mañana los jóvenes hacen fila en su casa para preguntarles una tarea o simplemente para contarle cómo les ha ido con la chica que aman. El día suele terminar doce horas después, cuando el último alumno se ha ido ya a su parcela. El sueldo con el que subsisten Rafael Alberto y su familia es de millón doscientos mil pesos.
Es martes al mediodía y Arcabuco está paralizado por el partido de semifinales de Champions League. Los únicos que no están viendo al Real Madrid son cinco maestros que acaban de recibir a Rafael Alberto Buitrago. Ya no camina solo, a él se le han sumado en su paso por Barbosa los profesores Luis Arenas y Juan Hernández. Un sancocho de gallina los reconforta. “Si seguimos así vamos a llegar gordos a Bogotá” dice Buitrago mientras sonríe. Parody recibe con gusto los huesos. Los mastica y luego se echa. Parece el menos cansado de los cuatro.
Caminarán unas horas más y esta noche dormirán en donde los sorprenda la lluvia. El pavimento ha dejado de ser una placa ardiente. Ahora el problema será el frío, la niebla y el agua que nunca deja de caer en las noches cerradas. Esperan que a este paso puedan estar el viernes en la tarde, siendo uno de los 100 mil maestros que se tomarán la capital con la esperanza de que los niños de la vereda el Morro vuelvan a clase pero en otras condiciones, en donde tengan más espacio para moverse, en donde ya nadie tenga hambre.
Se despiden de Arcabuco y emprenden de nuevo el camino. Buitrago Canta los versos de La cigarra de Violeta Parra mientras unos metros atrás sus compañeros rezan un rosario. No tienen dudas ni afanes; saben que la marcha es lenta pero es marcha.