Muchos feministas son más machistas que quienes se proclaman abiertamente machistas. Sí, parece una proposición absurda, pero no lo es. Me refiero a muchos de los hombres feministas, sobre todo a aquellos que han descubierto el feminismo a punta de tomar partido en los recientes escándalos por acoso sexual en ámbitos de la farándula.
Quienes se proclaman abiertamente machistas creen que, por razones culturales, biológicas o socioeconómicas, las mujeres son inferiores a los hombres y deben estar bajo su tutela. Creen que los hombres son más fuertes, más inteligentes, o simplemente son los que dominan, y creen que así debe seguir siendo.
Por encima de las posiciones personales, existe un machismo estructural o patriarcado heteronormativo (esto es, que únicamente acepta como legítimo el dominio masculino y heterosexual). Escapar de esta dominación cultural no es fácil, es algo muy arraigado en nuestro sentido común, es algo que nos ha formado como hombres y mujeres de esta sociedad. Por eso personas a las que en principio se les puede reconocer su buena fe, digamos como Antonio Caballero, muchas veces terminan afirmando la dominación estructural de forma inconsciente e ignorante.
Sin embargo, el lado anverso también es muy peligroso. Los recientes escándalos por acoso sexual en la farándula afectan muy poco a la dominación estructural. No son una manifestación final de la revolución sexual, sino apenas un tímido rasguño al sentido común dominante.
No obstante, son muchos de estos rasguños los que serán necesarios para erosionar poco a poco la dominación cultural. Lamentablemente, el hecho es que esto no sucederá si la posición “feminista” se vuelve parte del sentido común dominante, de lo políticamente correcto.
No será posible erosionar el machismo si ser “feminista” se convierte en la posición que se debe adoptar para “quedar bien”.
Y es esto precisamente lo que está pasando con muchos hombres que, de la noche a la mañana, creen que se volvieron feministas porque rechazan irreflexivamente el acoso y defienden dogmáticamente a las víctimas.
No desconozco que esto es necesario como parte del proceso de cambio, que por algún lado se tiene que empezar y que muchos de estos hombres probablemente lo hacen de buena fe. Tampoco creo que nos podamos meter en sus conciencias para determinar a ciencia cierta si lo hacen por “quedar bien”.
Lo que sí puedo afirmar es que este tipo de conducta tiene cuando menos dos consecuencias negativas para la lucha feminista.
Primero, una consecuencia estructural. Al convertir el feminismo en parte del sentido común dominante, se termina también por volverlo parte de la hipocresía social, de las normas de urbanidad y buenas maneras y de todos aquellos artificios que practicamos de manera cotidiana para velar la cruda realidad, sin necesidad de hacernos cargo de ella.
De la misma manera que fingimos que ricos y pobres son iguales mientras en la realidad cada vez hay más desigualdad y miseria, ahora debemos fingir que aceptamos la igualdad entre hombres, mujeres y otros sexos/géneros, mientras en la vida real las cosas siguen como antes. De dientes pa' fuera, en Twitter por ejemplo, seremos feministas, eso sí cuidándonos de no ser tan radicales, mientras los mecanismos socioeconómicos y políticos que soportan el machismo y el patriarcado heteronormativo continúan intactos.
Segundo, una consecuencia sobre las relaciones sociales concretas. Este sentido común dominante impide reconocer a las mujeres como iguales y diferentes, haciendo que en la práctica los hombres “feministas” utilicen su “feminismo” para afirmar su “superioridad” sobre las mujeres.
La toma irreflexiva de posición en los recientes escándalos por acoso ha terminado por promover una representación de las mujeres principalmente como “víctimas”. Esto no sería malo, si no fuera porque en este caso las “víctimas” se asumen por parte de los hombres feministas como inferiores, incapaces de hacerse valer por sí mismas y necesitadas de su apoyo (de los hombres “feministas”).
Esto explicaría por qué los hombres feministas se sienten incapacitados para discutir de igual a igual con las “víctimas”. Por ejemplo, en lugar de promover un debate argumentado sobre lo que significa o no el acoso, la columna de Antonio Caballero provocó en nuestro medio un linchamiento virtual basado en lugares comunes indiscutibles en donde lo único legítimo era afirmar el machismo y la misoginia del columnista. Hemos terminado por asumir que las “víctimas” son indefensas y que nuestra única muestra de apoyo es tomar la posición políticamente correcta. En la práctica, seguimos tratando a las mujeres como seres inferiores, irreflexivos, sentimentales o pasionales, sujetos de protección y necesitados de hombres feministas. Esta actitud, además, conduce a empobrecer la discusión y el pensamiento feministas y a anatemizarlos como propio de “bienpensantes” o de “viejas histéricas”.
En fin, el resultado puede ser un “feminismo” así, entrecomillado, una posición políticamente correcta entre otras y no una apuesta por romper con lo establecido.