Un día de 2010 los cerca de 2.000 musulmanes que viven en Bogotá no cabían en la casa de estilo victoriano del barrio Palermo. Así que no les quedó de otra que buscar un terreno para construir una verdadera mezquita para adorar a Alá. El lote lo consiguieron al lado de la Escuela Militar de Cadetes José María Córdoba. Se hizo el avalúo y la suma para construir el templo ascendería a 4.000 millones de pesos. No se hicieron recolectas entre los fieles, simplemente Ahmed Tayel, un sirio que desde 1992 vive en Colombia y que es una de las tres figuras emblemáticas que tiene el Islam en el país, recurrió a la Asociación Benéfica Islámica quien, con la sólida ayuda de Arabia Saudita, puso el dinero.
La media luna que pende sobre el minarete brilla rabiosa por el esplendoroso sol del mediodía bogotano. Es viernes, el día en donde el templo tiene su mayor concurrencia. No llegan al lugar llamados por un cuerno como sucede en las sinagogas o campanas como ocurre en las catedrales católicas. Un altoparlante con la voz de un hombre les recuerda que Alá es Grande. Los vecinos del barrio Rionegro ya no se preocupan como sucedía en el 2011 cuando empezaron las obras, cuando los rumores llenos de estigmatizaciones e ignorancia afirmaban que el templo no era más que un escondite de yijadistas. Tayel organizó brigadas para informarle a la gente que ser musulmán no era sinónimo de ser terrorista. La comunidad los aceptó sin problemas aunque, en el 2014 y 2015, se reportaron cuatro ataques contra la mezquita.
Las paredes del templo están desprovistas de pinturas: el Islam desprecia que su deidad sea representada en imágenes. Lo que si hay son figuras geométricas curvas, maravillosas, extrañas en donde se manifiesta Alá y unas frases del Corán pintadas con una hermosa caligrafía en el alto techo de la mezquita. Las pintó el iraní radicado desde hace 15 años en Bogotá Hamid Salehi, quien cumple a raja tabla los preceptos de su libro sagrado. Los viernes por supuesto no falla. La ceremonia la preside Tayel. Al principio habla en Árabe, después prosigue en español. Los hombres están a un lado, las mujeres a otro. Antes de la ceremonia se recoge el Zakat al Fitr, una especie de diezmo que es obligatorio para todo musulman. La suma que les piden debe ser el equivalente al valor de 3 kilos de granos, sean fríjoles, garbanzo, lentejas, o el precio de un almuerzo. Las sumas no son para hacerle reformas al templo sino para ayudar a los más necesitados.
Ahmed Tayel está lejos de ser un fundamentalista. Nacido hace 55 años en Siria estudió Literatura Inglesa en la Universidad de Damasco así que el Corán no es el único libro que conoce. En 1990 salió de su país por la represión religiosa y política que venía imponiéndose. Huyó a Turquía primero como representante cultural del Islam. Luego pasó siete meses en Brasil hasta que en 1992 llegó a Bogotá.
En esa época los pocos musulmanes que habían en la capital se reunían en casas particulares y en un pequeño local en la calle 11 con 9. En el 2004 abren la casa de Chapinero a la que llamaron Centro Islámico Mezquita Estambul. Por fuera era una casa victoriana común y corriente, por dentro tenía las características de un templo de Alá. Siete años después no les quedó otro camino que expandirse, es por eso que en el 2012, después de una larga espera por culpa de los incumplimientos de la constructora, abre sus puertas la mezquita Abou Bakr Alsiddiq, nombre de uno de los compañeros preferidos del profeta Mahoma. Desde su apertura, Yatel ha oficiado como sacerdote máximo ya que está acreditado por el Ministerio de Awqaf (asuntos religiosos) de Kuwait y por la organización saudí World Assembly of Muslim Youth.
Palestinos, Arabes y colombianos se reúnen en la Abou Bakr Alsiddiq no sólo a orar como sucede los viernes sino que también van a estudiar el Corán y, para cualquiera que así lo necesite, se dictan cursos de árabe, se ofrecen además conferencias y charlas a colegios y universidades que buscan quitar las estigmas que recaen sobre el Islam.
Al ver la tranquilidad con la que habla Tayel, constatar los libros que ha leído y la tranquilidad con la que sus fieles se arrodillan ante el sol, queda disipada cualquier sombra de duda de que el Islam es una religión de amor y de paz. No hay sermones enloquecidos de sacerdotes alucinados, ni los señalamientos ruines de rezanderas chismosas. Apenas se hablan entre ellos y, sin lugar a dudas, van a la mezquita convencidos de que irán a encontrarse con un ser supremo.
A las cinco se van dispersando en completa calma y tranquilidad.