Soy ateo. Eso nunca me ha impedido recibir la bendición de la virgen María que mis abuelitas me dan al salir de su casa cada vez que las visito, o agradecerles por el rosario que rezan cada vez que tengo una entrevista de trabajo. Al vivir en Colombia, me he acostumbrado a convivir con la religiosidad de la gente que habita el territorio. Me alegro con los festivos después de una dura semana de trabajos, o hago planes para aprovechar el respiro que produce semana santa. Disfruto de las fiestas familiares en navidad y tomo con mis amigos en algunas novenas. He aprendido a convivir con la latente religiosidad del país, pero esto no significa que no albergue serias inseguridades frente a la forma como la religión ha empezado a retomar un papel protagónico en la vida política de Colombia.
Realmente es difícil pensar que en algún momento las ventajas religiosas desaparecieron del país. Si bien desde la Constitución de 1991 Colombia se consagró como un país que permitía la libertad de culto, los privilegios católicos y por lo tanto cristianos no desaparecieron. Entender esto es fundamental para entender lo peligroso de la relación entre el cristianismo y la administración gubernamental, pues uno de los argumentos que hoy en día se usan cuando se habla del privilegio Católico (y cristiano) del país es el de la libertad religiosa: “Hay libertad de culto y por lo tanto yo puedo detener mi posición”. La afirmación anterior, que es aparentemente lógica en el marco de un país que se presenta como democrático, esconde un desconocimiento histórico básico. Así como en 1851, cuando se les dio la libertad a los esclavizados y se les exigió que empezaran a ganarse un sueldo como cualquier otro trabajador, habiendo acabado de salir del trauma cultural (y la precariedad material) de 400 años de sometimiento, hoy se les exige a los ateos (y a los no cristianos) que participen de las instituciones democráticas, respetando la libre expresión, sin considerar la presencia cristiana de casi 500 años en el territorio.
El argumento de la libre expresión de fe, que hace parte de la forma como el liberalismo entiende la democracia, no posee una perspectiva histórica. La voz de una persona atea, o de una fe diferente a la cristiana, no va a tener la misma resonancia que la voz de una fe que lleva 500 años como parte de la cultura popular de una comunidad. Por esto mismo es muy peligroso lanzar acusaciones discriminatorias con base en argumentos religiosos, como la idea de que los ateos no pueden gobernar porque no tienen valores, o que solo existe un modelo de familia correcta.
El hecho de que en el papel Colombia otorgue innumerables derechos a todas las personas, como defienden incondicionalmente los amantes de la carta de 1991, no significa que las personas que habitan el territorio colombiano cambien sus distintos prejuicios. Recordemos las marchas en contra de las cartillas del Ministerio de Educación sobre educación sexual, que se enfrentaron en agosto del año pasado a una sentencia de la Corte Constitucional que intentaba prever el acoso y la discriminación con base en la orientación sexual en los colegios, a causa del suicidio de Sergio Urrego. Un cambio de lo políticamente correcto “desde arriba” no significa nada si no hay procesos de transformación en la casa, el barrio, la escuela, la universidad, el trabajo y la calle. La exigencia de derechos debe estar acompañada de un trabajo pedagógico, que establezca un diálogo con las personas y a partir del cual se pueda llegar a posiciones que no violenten la integridad de ninguna persona. La confianza extrema en las instituciones nos lleva a pensar que son infalibles, objetivas y a-históricas. Debemos mantener una perspectiva histórica para visibilidad los privilegios de ciertos sectores en la política colombiana y así poder aportar de manera mucho más eficaz a la construcción de un mundo mejor, donde los rosarios de mis abuelas no se conviertan en un requisito para encontrar un trabajo.