Santiago, 9 de octubre de 2013
Querido Horacio,
Hay un cuento de Borges que me fascina. Digo, uno en especial de toda la obra de Borges, que en general me parece inconmensurable. El cuento que te digo se titula El puñal y trata, por supuesto, de un puñal, uno forjado en Toledo, que fue de Evaristo Carriego y causa fascinación en quienes lo tienen en sus manos porque ese puñal, ese único puñal, ha atravesado la historia matando y solo busca sangre mientras está encerrado en un cajón. Este cuento lo leí hace muchos años y suelo tenerlo por ahí, a mano, siempre. Me gusta porque desde su primera lectura he tenido esta idea: que el puñal del que habla Borges equivale a lo que para mí son los libros. Un libro que, como el puñal, atraviesa la historia, pero siendo leído y lo único que espera, resguardado en un cajón, una caja o un librero, es seguir siendo leído, siempre.
Nunca podré olvidar lo que sentí cuando leí una novela por primera vez. Y aún hoy lo recuerdo cada vez que la saco del cajón que la guarda con recelo, porque tuve el buen tino de meterla en mi maleta antes de viajar. Es un libro pequeñito ―cabe en la palma de la mano―, que a su vez hace parte de una célebre colección de libros muy pequeñitos, con un nombre precioso: «colección pulga». La novela se titula La tumba de hierro y su autor es el belga flamenco Hendrik Conscience, solo que la «colección pulga»se caracterizó por editar sus libritos castellanizando desde el nombre del autor hasta el de los personajes, gracias a lo cual, durante casi veinte años, yo creí que el autor era un tal Enrique Conscience. Mi ejemplar está todo descuadernado y remendado con cinta adhesiva. Temo que si lo manipulo mucho se deshaga en mis manos, por eso solo me limito a tocarlo y recordar ese dolorcito en el corazón, ese temblor en el estómago cuando lo leí por primera vez, cuando lo cerré después de haberlo terminado.
***
Hace unos diez minutos, solté ―o él me soltó a mí― El libro de los ojos de Ricardo Silva Romero, en la edición esmerada y única de Tragaluz editores. Repaso en mi memoria y caigo en la cuenta de que nunca te he hablado de Ricardo, tal vez por la costumbre de hablar de los escritores muertos, de aquellos que no pueden defenderse de nuestros terribles elogios y que, además, no nos harán lucir ridículos porque nunca fueron nuestros amigos. Es hora, pues, de que te hable de alguien contemporáneo, vivo y joven. No de mi generación, pero casi. Te resumiré lo que pienso de él: estupendo, genial y brillante. Si quieres, acúsame de nepotismo y de abuso de los adjetivos. Acepto y continúo sin más.
Ahora te hablo de El libro de los ojos. Desde hace un tiempo, Ricardo trabaja en conjunto con Tragaluz editores. Él escribe, ellos editan y publican. Nada nuevo en el mundo de los escritores, solo que Tragaluz ha logrado crear libritos que son como el puñal del cuento de Borges. Espero que me entiendas. En El libro de los ojos, Ricardo cuenta en varios poemas ―haikús, romances, villancicos, limericks, sonetos― la historia de la familia Cruz desde que el primero de ellos, el doctor José María Cruz, soñara con inventar «las gafas que daban el valor / para poderse ver en el espejo». El sueño de don José María se fue de generación en generación, desde 1810. Hijos, nietos y bisnietos intentaron inventar lentes que permitieran aliviar a los cegatones. La familia huyó de España hacia Colombia durante la guerra civil y, sin perder ese norte que fue para ellos El libro de los ojos del árabe Alhazen, terminaron fundando ―gracias a la tía Yolanda― Ópticas Cruz.
En uno de los poemas del libro, A quien corresponda: liras a la vista descansada, leí:
¡Qué descansada vista
la del que puede usar un par de anteojos!
¡Se vuelve uno optimista
el día en que sus ojos
son las llaves que fuerzan los cerrojos!
Cuando terminé el libro, me saqué mis gafas. Hace muchos años, poco después de terminar de leer el librito del que te hablé al principio de esta carta, los ojos me empezaron a doler repentinamente, no podía enfocar bien las palabras, las letras bailaban de forma extraña. Creí que nunca podría volver a leer y me puse a llorar desconsolada. Tuve que dejar de leer por un tiempo, porque el dolor en los ojos se traducía en dolor de cabeza. Me llevaron a un oftalmólogo que me diagnosticó astigmatismo y miopía y con unos lentes le devolvió el descanso a mi vista. El libro de los ojos me devolvió al momento precioso en el que pude volver a leer el mundo gracias a mis anteojos. Los mismos a través de los cuales Ricardo vio la vida de los Cruz para poder contarla.
Abrazos y más abrazos,
Laura.
P.D. Horacio, la gente tan querida de Tragaluz Editores me regaló, para que te las mostrara a modo de abrebocas, estas ilustraciones de Daniel Gómez Henao para el El libro de los ojos.