Un nuevo embarazo en la familia, la noticia se esparce rápidamente, la alegría y el jolgorio no se hacen esperar. Desde ya todos empiezan a adivinar qué será, niño o niña; si la ropa será rosa o azul; si se va a parecer a la madre, al padre…
La criatura no ha empezado a formarse y ahí está todo el mundo, decidiendo su vida, cómo se llamará, a qué escuela irá, en cuál dios creerá. Lo han imaginado perfecto, educado, bonito, decente y obediente, sobre todo obediente.
Ha nacido niña, tiene vagina, así que eso la hace niña; al menos así debe ser, tendrá que comportarse como toda una dama, perfectamente femenina, aprenderá a sentarse con las piernas cerradas, a tender su cama, a quedarse callada, a jugar con muñecas, a ser madre.
Ha nacido niño, tiene pene, eso lo hace niño; al menos eso quieren creer, tendrá que aprender a ser “macho” a jugar con carros, a no llorar, a ser fuerte, todo un “varón”.
Los primeros años son una maravilla, risas, juegos, mimos y principios rectores, pura felicidad, pero en cuanto la criatura empieza a pensar, todo cambia. Llegan las peleas, los castigos, la imposición, la dictadura. Y es que para una sociedad en la que la obediencia es sagrada, atreverse a pensar diferente es un verdadero pecado.
La adolescencia llega y todo es un conflicto, se empieza a salir del camino, de lo que han planeado para él, y se desata el caos. Ya no le gusta la música de sus padres, ni la ropa que ellos le ponían, cuestiona sus órdenes y pensamientos, todo se descontrola y la felicidad que antes proporcionaba se va al carajo.
La ley de la vida
Una gran parte de la población de nuestra amada Colombia tiene la misma percepción de la vida, la misma visión, las mismas expectativas, y es que, tristemente, basados en nuestra idiosincrasia, el machismo, la religiosidad y el conservatismo que nos ha caracterizado, han implantado en nosotros un chip, un formato, un libreto, que nos dice exactamente cómo tenemos que vivir, los roles que nos corresponden según nuestro género y hasta la edad en la que debemos tener un trabajo, casarnos, y la cereza del pastel: tener hijos.
Alguien que decidió vivir su vida libre de los preceptos establecidos; ese que nunca maduró, nunca sentó cabeza, aquel que se atrevió a perseguir un sueño, quien dejó de hacer lo que su familia hizo toda la vida o aquel que simplemente no permitió que decidieran por él, es tildado de loco, vago, descarriado, para él hay una lista interminable de adjetivos, y no precisamente positivos.
Pero ningún “pecado” es tan grande, ninguno ofende tanto, nada hace hervir más la sangre de todo nuestro amado entorno, que el hecho de no querer tener retoños.
Para la mayoría de las personas, de todos los estratos, de todas las edades, creencias y posiciones políticas o religiosas, tener hijos debe ser un hecho casi inamovible, que tendría que estar en los planes de hombres y mujeres. Las razones son muchas, preservar el apellido, darle nietos a los padres, llevar al punto máximo la esencia y motivo de nuestra existencia, no estar solos en la vejez: “los hijos son la base de la familia”, “¿entonces uno para quién trabaja?”…
Puedo quedarme citando cientos de frases que a diario se escuchan por aquí y por allá, razones sin sentido que simplemente se han dedicado a repetir como disco rayado, de generación en generación, hasta el punto de crear en la mente de quienes las escuchan la convicción de que tener hijos es casi una obligación con la sociedad. “¿Qué le vamos a hacer? Esa es la ley de la vida”.
Todos al ataque
La presión se ejerce desde todos los frentes, el primero de ellos es la familia. Las reuniones familiares se convierten en una pesadilla para aquellas parejas que desean disfrutar de su vida felizmente sin chiquillos gritando por toda la casa. Su “situación” es el tema central y los comentarios infortunados no se hacen esperar, las preguntas incomodas son el plato fuerte y la frasecita “les hace falta un niño” hace que corran del lugar en la primera oportunidad. ¿Cómo carajos saben lo que les hace falta? Tal vez sólo necesiten unas cuantas cervezas más en su refrigerador.
El segundo cañón es disparado en el trabajo, no es sino que sea el día de la madre, del padre, de la virgen del Carmen, del árbol… cualquier día es bueno para sacar a relucir los logros y travesuras de los hijos de todos los compañeros –lo cual está perfecto– si no fuera por el pequeño detalle de que al final te dicen simpáticamente: “¿para cuándo los tuyos?”, “ya estás en edad, te está dejando el tren”, “¿es que no te gustan los niños?”
La presión es realmente asfixiante y llega al punto de que la “víctima” en cuestión, termina peleando con todo el mundo o aislándose, casi completamente, para no tener que soportar los dardos llenos de veneno.
Las explicaciones nunca son suficientes y aunque se tengan miles de razones –que por supuesto no tendrías que recitar– ellos jamás entenderán.
Los datos
Según cifras preliminares del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), en 2017 se han reportado 311.972 nacimientos y según el Banco Mundial, a 2016 Colombia tenía 40 habitantes por kilómetro cuadrado, 29 más que hace 50 años. La población crece de una manera descontrolada, como también lo hacen la contaminación, la violencia y la descomposición social, mientras se reducen los recursos hídricos, el espacio y la tranquilidad.
La economía de las familias cada vez es más precaria, muchos gastos, muchos impuestos, muchas facturas, muchas preocupaciones, y claro, muchos hijos, niños que no irán a la universidad, que no cumplirán sus sueños, que seguramente tendrán que trabajar, como sus padres, en lo primero que encuentren para poder sobrevivir, mentes en las cuales implantarán los mismos preceptos, el mismo ciclo de vida: naces, creces, te reproduces, te reproduces, te reproduces, mueres.
Las verdaderas razones
Por supuesto, nadie piensa en esto, o por lo menos, no la mayoría, y los que nos atrevemos a pensar un poco en que la vida es mucho más que tener un chiquitín entre los brazos, somos duramente atacados.
Ahora, mientras contempla la cara de sus hijos, sobrinos, nietos o cualquier niño que tenga cerca, piense, vale la pena detenerse un poco y reflexionar en el futuro que les espera. No se trata de satanizar la reproducción, por eso estamos aquí, se trata de hacer una elección libre y consciente, sin presiones, sin seguir ese libreto que otros han escrito por nosotros, esos que no van a solucionar nuestras vidas. Tampoco se trata de que odiemos los niños, al contrario, se trata de que los que lleguen, lo hagan bien, y no de llenar el mundo de criaturas infelices, simplemente porque “esa es la ley de la vida”.
Empecemos a entender que cada quien es libre de elegir, de tatuarse, de viajar, de no querer estar encerrado en una oficina, de estudiar música, arte o literatura, y sí, también contaduría, derecho o teología.
Que es igual de respetable querer tener un niño, un perro o un gato, y que debe ser una decisión consciente, es hora de tener una visión más amplia, de salir del molde, de romper los esquemas, de dejar de pensar en el que dirán. Nuestra responsabilidad con la sociedad no es llenar el mundo de habitantes, es tratar de que, los que ya estamos, vivamos mejor.