El voto debe ser libre y liberador de opciones y escogencias por ser él conquista masiva —entre otras— de las libertades de creencia, opinión, conciencia, participación y asociación. En consecuencia, para que el cambio social no sea violento sino pautado y pacífico el voto debe ser libre, consciente, responsable y secreto.
El voto es considerado igualmente un “sufragio” es decir una ayuda, un auxilio al sistema político, al Estado democrático. Ayuda y auxilio que han debido ser mayores en Colombia país donde jamás ha sido obligatorio, acudiendo los electores por ejemplo al voto en blanco y no a una abstención que nada produce de vinculante y solo queda para el análisis de estudiosos del fenómeno del extrañamiento ciudadano de las urnas por una población despolitizada, desideologizada, apática o simplemente perezosa e irresponsable con sus deberes ciudadanos y hasta con su propio futuro.
El sufragio, en la teoría clásica de J.J. Rousseau, es un derecho. Se trata de la teoría de la “soberanía popular”, donde esta resulta de ser la suma de las fracciones de soberanía de cada uno de los ciudadanos. En esta óptica el sufragio es un derecho pre-estatal e innato a la personalidad, porque de la cualidad y calidad de ciudadanos se deduce el derecho al voto. Por el contrario, en la óptica de Emmanuel Sieyes el sufragio es una función que deben cumplir los ciudadanos dada su condición de electores, condición que se ejerce para crear o reforzar la “soberanía nacional”.
En las dos teorías el derecho o la obligación de sufragar y/o de participar en la elección de los gobernantes son fundamentales sea como función o como derecho, puesto que el voto es considerado un derecho público subjetivo y personal que se ejerce en los eventos colectivos que son las elecciones. La síntesis de esas dos teorías predica que el voto es un derecho y un deber que se debe ejercer libre de coacciones estatales o de constreñimientos de particulares. El derecho al voto es entonces tan estimable, que es considerado “fundamental” casi en todo el mundo. Así ha sido consagrado en los textos universales de derechos humanos y en las constituciones políticas.
Consagrado el voto en la Constitución colombiana como derecho fundamental bajo la doble consideración de “derecho y deber”, se observa sin embargo que los ciudadanos le han dado la espalda, primero desde finales del Frente Nacional cuando era considerado una “función” y con igual alejamiento de las urnas, desde 1991. Es por esta razón que el aumento de la participación en los eventos eleccionarios de este año de gracia de 2018, no puede sino alimentar la esperanza de una mayor asunción de la calidad de ser ciudadanos libres de una democracia que brilla en el concierto de los países del llamado Tercer Mundo, como se le reconoce a Colombia en diferentes estadios.
La conciencia del elector debe ser libre frente a algo tan agonístico y tan disputado como lo son las luchas electorales. En consecuencia, frente al cambio social el elector debe ser libre de señalarse su propio destino y debe el Estado o el gobierno de turno asumir una posición ética que propenda por hacer pedagogía ciudadana en el sentido de hacerles ver a los electores que las elecciones son algo valioso, no solo para la vida social sino también para la vida política. Por estas consideraciones la ominosa y delictiva práctica de la compra del voto debe ser combatida en Colombia desde la represión penal y sobre todo desde el reforzamiento de la cultura cívica, hoy en día tan alejada de los textos escolares.
El elector debe convencerse de que la práctica electoral facilita el logro de la libertad, la justicia y la paz, siempre y cuando prime la decencia y el honor que excluyan el fraude, el engaño y la corrupción. Prácticas que son recurrentes en casi toda América Latina y de las cuales Colombia infortunadamente no ha escapado pese a ser uno de los países de la región con mayores títulos en desarrollo democrático.
La acción electoral debe darse en medio de prácticas honorables que aseguren la pureza y el convencimiento ciudadano de que con ella se procura el logro de la institucionalización de la sociedad política por ser el sufragio un valor, un bien estimable que politiza al ciudadano aumentando —en sentido aristotélico— su condición de ser sociable por naturaleza.
El acto de participar en ejercicio del voto debe ser acción reflexiva, ética y responsable que exija en contraprestación al partido o a los candidatos de estos, asumir la propia politización y contribuir a la formación política y ciudadana del electorado. En estos actores esa participación debe ser reflexiva, ética y responsable sobre todo si se tiene en cuenta que el elector será más tarde juez, censor y posible revocador de los incumplimientos. De lo cual debe tomar nota la fórmula electoral que triunfe el próximo 17 de junio, de un año tan novedoso en muchos aspectos en la historia de Colombia.
Lo que se predica y exige de electores y candidatos también obra para funcionarios y autoridades electorales; en efecto, todos ellos deben actuar con la debida buena fe, lealtad, responsabilidad, igualdad, respeto a la legalidad general y a la electoral en las diferentes etapas (preelectoral, electoral propiamente dicha y poselectoral o de escrutinios) y procesos que exige un evento de tanta importancia para la democracia. En las elecciones presidenciales en curso naturalmente que ha habido motivos de queja de parte de las campañas electorales sin embargo los pronunciamientos de los órganos de control disciplinarios, electorales, gubernativos, de la sociedad civil y las veedurías internacionales han avalado los resultados de la primera vuelta.
De funcionarios y autoridades electorales se exige neutralidad, eficiencia y moralidad entre otros principios y valores, lo que a la par conlleva a que la justa electoral se desarrolle sin ofensas, agresiones, escraches, corrupción, fraude o constreñimiento. El método electoral debe ser puesto en práctica de manera libre, justa y sin mancha por todos sus actores.
Son esas exigencias o virtudes las que hacen del voto tal vez la más preciada conquista política de la humanidad. Prueba de este aserto se encuentra en las casi siempre cruentas luchas históricas que se han dado por la extensión del sufragio a nuevas capas sociales, con paulatino abandono de los odiosos criterios censitarios; lastre que se soltó en Colombia casi total y tempranamente en el siglo XIX y comienzos del XX y de lo cual la ciudadanía parece no estar consciente tanto ha sido el abandono de las enseñanzas para la formación de la cultura política.
En las etapas que se han realizado hasta el momento en las dos vueltas presidenciales de este año, Colombia ha visto ciertas conductas de agresión que no han sido extrañas en la historia del país, pero sin la acritud que se observa en el relativamente nuevo fenómeno de las redes sociales.
El 18 de junio debe Colombia iniciar una nueva y mejor vida republicana, cualquiera que sea la fórmula ganadora, luego de comenzar a superar un irracional conflicto armado de 52 años de existencia para algunos, para mí de oprobiosos 72 dos años. Con la buena voluntad y participación de todos, claro que podremos.