“Hay que hacer las cosas con amor, pero no enamorarse de ellas”, dijo Augusto Ibáñez en su renuncia como magistrado de la Corte Suprema de Justicia. Era la versión institucional de esa máxima de vida que enseña que el apego por las cosas o las personas es una de las peores cargas que debe soportar el ser humano, que no sabe cuándo debe partir o desprenderse de lo que tiene. No hay que aferrarse a los honores, a la riqueza o simplemente a la comodidad en que se vive. “Los que se enamoran siempre pierden el profesionalismo”, nos repetíamos en son de burla cada vez que veíamos que el apego merodeaba.
Tres años antes de cumplir su periodo institucional de ocho años, había entendido que debía renunciar a la Corte Suprema. Que su trabajo como Magistrado de la Sala Penal, había cumplido su ciclo de vida. Y que todo lo que se hiciera de allí en adelante no sería sino avanzar en círculo. Que otros debían ser los que le pusieran nuevas rutas a la tarea.
Llegó a la presidencia de la Corte Suprema en uno de los momentos más difíciles de la historia reciente de Colombia. El poder que había acumulado el presidente Álvaro Uribe Vélez y la manera como había evolucionado la aplicación de la Ley de Justicia y Paz, que regulaba el proceso de entrega y juzgamiento de los paramilitares, exigían que desde la Rama Judicial se erigiera un muro que garantizara la independencia de los jueces frente al gobierno. “El país merece la verdad. Es urgente pasar de los titulares de prensa a las decisiones judiciales”, dijo. Y allí se abrió una época de oro para la Justicia colombiana.
En medio de la presidencia más popular y con mayor poder político en la historia del país, los jueces supieron asumir el reto y cumplir con su tarea. Castigaron a los políticos que se habían beneficiado del paramilitarismo. Y bajo el paraguas de la ‘parapolítica’, los colombianos vieron no sólo cómo iban encarcelando parlamentarios, alcaldes y gobernadores, sino también los funcionarios gubernamentales que habían desbordado sus competencias y llegado, en algunos casos, a traspasar los límites de la legalidad penal.
En esa labor no le tembló la mano para hacer valer el peso de los jueces y de la Justicia. Fue allí en donde nos encontramos, y por lo que hicimos frente común. Estábamos convencidos que, ni los que habían abusado de sus armas para someter a los indefensos, podían quedarse sin castigo, como tampoco los que habían utilizado su poder institucional para impedir que hubiera justicia. Primero, apoyando su labor como Presidente de la Corte, y luego como ciudadanos dedicados a escribir artículos con los que solo esperábamos despertar la conciencia de los ciudadanos y las autoridades.
Cuando, en el proceso con las Farc, vimos que el gobierno Santos incurría en errores aún más graves que los cometidos por el gobierno Uribe, no dudamos en mantener nuestro propósito de buscar que reinara la justicia. Humberto de la Calle, en uno de los documentos oficiales, atribuyó a escritos nuestros el hecho que se hubiera incorporado en los acuerdos de La Habana lo relacionado con el tema de ‘responsabilidad de mando’ establecido en el Art. 28 del Estatuto de Roma. Lo que De la Calle no dijo es que el principio se lo aplicaron a los militares, pero no a la guerrilla.
El pasado miércoles 11 Augusto Ibáñez, murió en Bogotá. Dejó 4 hijos y casi 40 años de una vida de complicidad, amor absoluto e incondicional por su mujer, María Cristina. Alguna vez me hizo saber que el secreto estuvo en que siempre que hacía algo “pensaba antes en ella”. Y estoy seguro, que ella, antes de hacer algo, siempre pensó en él. Nunca vi tanta generosidad entre dos seres humanos. En esto radica la diferencia entre el amor y el enamoramiento.
Supo partir de esta vida. Y como lo escribí en el mensaje que envié informando a los amigos comunes de su muerte, “Augusto fue un hombre de buen corazón. Tan bueno, que incluso supo cuando parar, para evitarle el dolor de un cáncer durísimo e incurable”. Descansa en paz alguien que nunca perdió el profesionalismo.