Todo iba bien hasta que llegó esa sexta etapa en donde por culpa del polvo del desierto, Juan Sebastián Toro perdió el equilibrio y cayó al suelo. El sol ardiente del mediodía lo enceguecía y él haciendo una visera con sus manos, pudo ver como La rueda trasera de la moto todavía giraba. Sin sentir el dolor de su clavícula rota, tomó el aparato, se subió y reemprendió los 150 kilómetros que lo separaban de Calama.
Al otro día intentó tomar la partida pero los médicos lo declararon impedido. El Dakkar había terminado. Lamentablemente para Juan Sebastián, esta pequeña hazaña no tuvo ninguna repercusión en los medios nacionales
Eso fue precisamente lo que más le molestó al motociclista bogotano al ver hoy lunes la nube de periodistas que ansiaban una declaración suya. Ahora, que había matado a un perro, si tenía la atención del país.
El domingo, Juan Sebastián Toro se sacudía de las cinco horas que le había dejado su viaje desde Puerto Gaitán Meta, hasta la calle 116 de la Alhambra al norte de Bogotá. Era mediodía y su familia lo esperaba en la casa de una tía para un almuerzo.
En dicha calle, Marina Isaza salía de su casa e intentaba salir de la cuadra cuando una camioneta Toyota de color gris se le atravesó en el camino. Ella, insistente, pitaba una y otra vez pidiendo un espacio para salir. Juan Sebastián, acostumbrado al inclemente calor del desierto, a perderse casi que sin remedio entre las dunas del desierto peruano, no soportó la impaciencia que puede provocar una bocina sonando, sacó medio cuerpo de su doble cabina y empezó a insultar a Marina. Desde una ventana, la tía del motociclista era una espectadora de lujo de la escena que empezaba a armarse. Al escuchar los gritos, Arturo Isaza, hermano de Marina y quien en ese momento paseaba por un parque cercano a Príncipe, el perro criollo que habían recogido agonizante entre un matorral cuatro años atrás y quien a punta de atención y amor habían logrado recuperar, se acercó a la Toyota de Toro.
Encendido ante la procacidad con que era tratada su hermana, golpeó el capó de la camioneta. Juan Sebastian, acostumbrado a creer que una máquina puede llegar a ser más importante que una vida, salió de su vehículo y se puso frente a Isaza. Los vecinos, ante el escándalo creciente, empezaban a agolparse en las ventanas de sus casas. Príncipe, nervioso ante la algarabía, ladraba sin cesar. Con fuerza lo sujetaba su amo para contenerlo. Toro, súbitamente se devuelve hasta la Toyota, saca su pistola Walther nueve milímetros y sin mediar palabra le dispara al perro. Del susto, Arturo Isaza soltó la correa y el animal salió corriendo. Marina salió del auto, creyendo que habían disparado sobre su hermano. Al ver que estaba ileso entendió que la bala había caído sobre su mascota.
A Príncipe lo encontraron jadeante y sangrante un par de cuadras más abajo. Aún con vida lo llevaron a la veterinaria pero ya no había nada que hacer: en su recorrido la bala había perforado un pulmón y destrozado el hígado. El animal moriría minutos después.
Mientras tanto, en la Calle 116, los vecinos le recriminaron a Juan Sebastián el hecho y este contestó altivo, con la soberbia de los campeones, sin demostrar, en ningún momento, cualquier tipo de arrepentimiento. Durante unas horas estuvo preso, pero, al no existir una legislación contra el asesinato de un perro, el campeón salió orondo a dormir a su casa.
Así que intentaron tapar la muerte del perro, hasta que los medios, dos días después, empezaron a hablar del tema. En declaraciones dadas a Blue el motociclista dijo "Hay testigos de que el dueño me manoteo y no por eso le disparé... eso es prueba de que no soy un hombre violento" y afirmó que el amo de Príncipe le había pedido discultas.
En sus palabras quedaba claro la rabia que le daba que las emisoras y las redes sociales ahora si hubieran reparado en él, en él que lo había dado todo por el país en la competencia más dura del mundo, una competencia a la que difícilmente volverá después de que Lan y BoConcept, dos de sus principales patrocinadores, le hayan quitado el auspicio. Este será una parte del justo castigo que tendrá que pagar.