Cuatro tiros en el pecho, una ambulancia, las emisoras de Nueva York poniendo su música y, al otro lado del Atlántico, un teléfono suena en un mansión en Blackburn. Paul no quiere contestar hasta que la llamada es tan insistente que no tiene otra opción que levantar el auricular y escuchar lo que todo el mundo ya sabe: John Lennon está muerto.
A partir de allí McCartney supo que estaría condenado a llegar a viejo, a ser tratado con la reverencia con la que se miran los objetos de museo, mientras su compañero siempre sería mirado como el rebelde, como el mártir, el eternamente joven. Además estaba ese maldito trato que había hecho con Brian Epstein, el hombre que los convirtió en The Beatles, en donde estipulaba que pasara lo que pasara el nombre de las composiciones siempre tendría el Lennon por delante del McCartney, sin importar que en canciones como Yesterday o Hey Jude, la tierna canción de cuna que había escrito para su hijo, fuera completamente autoría de Paul.
Tengo un Iphone en mis manos y escucho When I’m Sixty-Four el entrañable tema incluido en Sgt Peppers y que compuso en su totalidad McCartney. Por un problema tecnológico sólo cabe, en el renglón de los compositores, el nombre de Lennon. Así aparecen todas las canciones del disco, todas las canciones de los Beatles.
A sus 73 años McCartney está harto de la imagen de santo que se ha creado alrededor de su compañero sólo porque tuvo el privilegio de morir abaleado a sus 40 años. Ese detalle sirvió para borrar de un solo plumazo los excesos que rodearon a Lennon. Desde las interminables noches de Hamburgo en 1961, en donde, para mantenerse despiertos, John les recomendaba a sus compañeros probar con la cocaína y las anfetas, hasta esa noche de 1967 en la que su odontólogo, por recomendación suya, les sirvió una sopa cuyo principal ingrediente era el LSD. De estas bromas inocentes Lennon, encaprichado ya con Yoko Ono, una desconocida y pretenciosa artista conceptual que había sacado del ostracismo el galerista Robert Fraser, pasó al empecinamiento de sabotear a los Beatles cuando se cansó de la histeria, de ser, como él mismo lo decía, La Morsa.
En la mitología del rock, Yoko es la bruja que encantó al héroe y disolvió el sueño. En la realidad Lennon, invadido ya por un ataque de megalomanía, empezó a faltar a los ensayos que milimétricamente preparaba Paul McCartney y cuando aparecía lo hacía con su novia japonesa quien a regañadientes decidía entrar al estudio de grabación. Si desobedecía lloverían sobre ella insultos y alguno que otro golpe.
Genial, brillante, pacifista, Lennon fue, junto a Bob Dylan, los primeros artistas pop que supieron aprovechar la influencia que generaba su música para generar un impacto político. Una vez se disuelven The Beatles, sin el yugo de Paul que en Let it be, su último disco, asume el control absoluto del grupo, Lennon se embarca en una cruzada por la paz y por su propia imagen. El hombre que supo decir que era más importante que Jesucristo ahora, metido entre las cobijas de una cama blanca con su esposa japonesa, pedía que se le diera un chance a la paz mundial y se imaginaba un mundo en donde no existieran las posesiones materiales.
Imagine se convirtió en la letanía de una generación que se resistía a enterrar los sueños de los sesenta. En solitario John parecía aún más potente que los Beatles, hasta que llegara la venganza de Yoko y lo pusiera a soñar con brujas de cinco metros de altura y nueve dedos en sus manos y lo encerrara en el Dakota a fumar marihuana, masturbarse y ver en la ventana los árboles del Central Park. Decían que la enigmática artista viajaba a Buenaventura a entrevistarse con un poderoso brujo, el mismo que le recomendó la pócima que ponía a dormir 16 horas seguidas a John. Cuando se despertaba pensaba en sus obras de arte egipcias, las que coleccionaba compulsivamente y por las que le lograron birlar 750 mil dólares por una momia falsa. Influenciado por el antropólogo peruano Carlos Castaneda, Lennon creía tener el poder de manipular sus sueños.
Cuando se escapaba del hechizo iba corriendo a ver a alguno de sus amigos. Encerrado con Jagger en un baño llegó a tomarse en dos sorbos una botella de brandy y snifar siete líneas seguidas de cocaína mientras el sobrio y calculador líder de los Rolling Stones lo miraba escandalizado. Hundido en el sopor de la droga y el aburrimiento, decidió decirle a los medios que se había encerrado para cuidar a Sean, su pequeño hijo. Una tarde John le partió el brazo al mejor amigo de Sean. Para callar el escándalo el ex Beatle tuvo que pagarle un millón de dólares a la familia del niño.
Mientras Paul lograba consolidar Wings, el grupo que fundó con su esposa Linda, y se mantenía concentrado en la música, alejado de cualquier tipo de campaña ideológica y sobre todo de escándalos. Empezando la década del ochenta, John pudo romper la maldición y Double Fantasy, el disco que había sacado el 30 de noviembre de 1980, parecía ser su retorno triunfal hasta que, una semana después, Mark David Chapman, un loco que sólo quería fama, le disparó cuatro veces en el pecho.
Paul guardó mucho tiempo silencio pero ahora acaba de mostrar su frustración. No es para menos, cuando una raza alienígena descubra la sonda que envió la Nasa con las canciones de los Beatles, pensaran que fueron compuestas por un tal Lennon que se apedillaba McCartney.