El juego del poder en España

El juego del poder en España

Mientra alrededor todo se tambalea, el país vive una calma chicha que produce muchos nervios. Sus políticos no han logrado acuerdos y regresan a las elecciones

Por: Francisco Henao
septiembre 20, 2019
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
El juego del poder en España
Foto: Twitter @CasaReal

La tónica de los últimos años es estar en el ojo del huracán que, amenazante, parece que nada va a dejar en pie. Pero el mismo huracán da bandazos entre el poderío y la liviandad, a ratos amenazante, a ratos apaciguado. Entre las mismas gentes siembra zozobra unas veces, ingravidez otras y siempre está gravitando en las conciencias porque se teme a sus consecuencias. Llega, no llega, solo permite avizorar lo incierto, que impide asir con solidez las ideas, los deseos, los anhelos, los proyectos sobre los cuales se construyen los seres, las sociedades, los países. Toda construcción implica planeación, continuidad en el tiempo, unir una idea con la siguiente para hacerlas viables, tangibles. Las cosas no son producto del acaso, resultan de colocar un ladrillo detrás de otro, de darles la forma que más se adecúe a sus necesidades. Si hay algo inquietante es percibir y ser acosado por lo inestable. Abandonar lo provisional es la necesidad más urgente del ser humano.

El poder político en España en los últimos cuatro años cobró visos de vivir en lo indefinible e irresoluto. Cayó en la imposible realización, asir un proyecto político para llevarlo a la práctica es una tarea improbable. Gobernar es hacer factible una idea política, es implantarla en una sociedad procurando el mayor beneficio posible para todos los miembros que la formen. Esta es una tarea que por ahora no está al alcance de la mano de los distintos partidos políticos. González, Aznar, Zapatero y casi que Rajoy habían introducido algo parecido al juego electoral que permite la alternancia y formar gobiernos que puedan ejecutar sus directivas. Se movían entre una sola derecha e izquierda —aunque con matices—, no plausibles ni pulcras, pero al menos practicables. Se les toleraba porque acababan de aterrizar en zonas democráticas tras el largo, doloroso y deplorable paréntesis introducido por la dictadura. Que inexplicablemente, el lunes 16 de septiembre —80 años después— Vox, el partido xenófobo, se niega a condenar el franquismo —con lo cual se hace copartícipe, post mortem, de sus acciones—, porque “no es nuestro papel condenar”, dijo Iván Espinosa de los Monteros, su portavoz. Ninguna dictadura, de ninguna parte, se puede justificar bajo la óptica de lo razonable, la libertad, la convivencia y el Estado de derecho.

Pero la crisis financiera de hace una década provocó el destierro del maniqueísmo político que imperaba en España —ese mismo espectro se ha implantado en la Unión Europea— e irrumpió la proliferación de facciones.  Así, hoy se habla de esa derecha de Fraga y Aznar como una criatura tricéfala, que disputan entre sí un trozo del pastel electoral. De aquellos indignados por los atropellos bancarios, la congelación de salarios, la multiplicación de desahucios, el aumento implacable del desempleo se pasó a la exacerbación del nacionalismo catalán, a que la izquierda perdiera sus señas de identidad y la credibilidad frente a sus militantes y electores decepcionados. España se encontró en un piélago de caos, de formas provisionales e indecisiones, que más allá de las angustias que generan, llevan al estancamiento.

Precisamente si hay algo necesario, en estos momentos de ingravidez, es establecer políticas dinámicas. No se debe aplazar hacer la lectura adecuada del Zeitgeist, ese concepto alemán que permite identificar las palpitaciones temporales del ahora. Que son bastantes revueltas, dadas a lo turbio, capaces de implantar las sombras y oscurecer los horizontes. Este cuadro de penumbras exige la presencia de líderes a la altura de las dificultades. Desde 2015 el país ibérico marcha entre vaivenes y trompicones políticos, como si Mariano Rajoy lo hubiera introducido entre sus vacilaciones del ser o no ser. Él no iba a la montaña. Más bien era partidario de mirarla desde la distancia, esperando que los problemas se resolvieran por sí mismos. Daba la impresión de que esperaba la solución a través de la casualidad. En los asuntos del Estado esta dinámica no es recomendable. Un ejemplo de esto fue la forma de asumir la crisis catalana: la inacción, que avanzó como una flecha envenenada disparada por una ballesta para ocasionar el mayor daño posible; qué hizo Mariano el año previo al 1 de octubre catalán que llevó a la hecatombe y a toda esta situación de desarreglo constitucional, con políticos encarcelados y un juicio que está a punto de producir un fallo, que tiene dividido a España y al borde de todas las rupturas posibles, hasta adquirir dimensiones insospechadas.

Quizás España adolece de líderes con la suficiente solvencia para enfrentar las turbulencias, certificada este martes 16 de septiembre, cuando se pudo observar que es imposible formar Gobierno, después del dictamen de las urnas el 28 de abril. Desde entonces, casi cinco meses, se estableció el diálogo de besugos, que llevó a la imposibilidad de establecer un ejecutivo capaz de gobernar. El país grita la necesidad de ser gobernado, las dificultades no acampan, la economía apremia. España no escapa a ese mal que se expande por Europa como esas pestes que asolaban regiones enteras en la Edades antiguas —el emperador Justiniano fue de los pocos en salvarse de una pandemia de esas, lo logró gracias a su sistema inmunitario innato, estuvo varias semanas al borde de la muerte, no había otro medicamento eficaz—, es el mal de la imposibilidad de gobernar, como en Italia o en la Gran Bretaña. Son barcos que marchan sin rumbo, al garete, agitados por los vientos que soplan a babor, por estribor, sin ton ni son, adonde le plazca a la mar embravecida.

La ausencia de gobierno, o mejor la sucesión de gobiernos incapaces de corregir problemas pandémicos como el desempleo, el endeudamiento público, son asignaturas pendientes de la democracia española. En sus trece largos años de gobierno, Felipe González disparó la deuda pública, el paro le quedó grande, sus sucesivas devaluaciones de la peseta exprimieron el bolsillo de los españoles. Hoy González pontifica y le encanta enarbolar la bandera de gurú. Por tanto, los problemas actuales echan sus raíces varias décadas atrás. Digo esto no para minimizar las dimensiones del problema que hoy tienen ante sí las nuevas generaciones. Al contrario, la situación es crítica y se debe asumir sin achacarla a que viene de lejos. La deuda pública viene galopando en el 98% del PIB, lo cual es impresionante, te deja alucinado, si se piensa que en 2007 con José Luis Rodríguez Zapatero la deuda estaba en 35,6%. El estallido de la crisis y caída de Lehman Brothers destrozó los odres de vino españoles, sembró de angustia los corazones y acentuó los niveles de pobreza entre las gentes que vieron desaparecer los frutos de años de trabajo. Como dicen los chotis madrileños, no cabíamos en casa y parió la abuela. Es imposible sustraerse a los asuntos de Estado, sería grave negligencia y exceso de autocomplacencia, si no se miraran esos desafíos con la lente adecuada: en 2020, al que entraremos dentro de poco tiempo, España tiene que refinanciar 200.000 millones de euros de deuda. Hasta ahora ha sido imposible parar su constante crecimiento. Si no se detiene es un auténtico harakiri que le caerá a los de siempre, los últimos, los que están a un peldaño del infierno, y sería esperar a que se produjera un milagro, cuando, si no se actúa, lo que puede llegar es el colapso estatal.

No vale parapetarse en el fácil pretexto de decir que toda la zona euro está bajo la sombra de la recesión y el crecimiento económico no ha podido cuajar por los contratiempos derivados de la situación internacional. Es el sucedáneo para no reconocer los errores propios y no responder ante los ciudadanos, a quienes se deben los políticos. Claro que la economía es determinante, sería ser autista no reconocerlo. Pero en los hechos económicos se enconden todas las falsedades con que se manipula la realidad. La economía es la ciencia apropiada para trabucar churras con merinas, lavarse las manos y colgarse medallas inmerecidas. Nadie sabe para dónde va la economía. Durante años nos vendieron la idea de la globalización, de la nueva forma de comerciar, del libre mercado y la desregulación financiera como formas para llegar a una sociedad más justa. En los últimos 20 años la ONU ha lanzado tres o cuatro proyectos para acabar con la pobreza que terminan en papel mojado. El capitalismo que aportaría grandes dosis de prosperidad se ha esfumado. ¿Qué falló? Quizás se debe a lo dicho por John K. Galbraith para quien había dos clases de expertos en economía: “Los que no tenemos ni idea y los que no saben ni eso”. Ante esto la única reacción posible es la perplejidad y llenarse de ira por la ineptitud de los que han manejado la crisis que inundó el mundo de iliquidez; no hay dinero, pero todos los días se ven correr, imparables, hacia los paraísos fiscales, torrentes de activos financieros cuya meta final es la monopolización de capitales por tres o cuatro holding. Con la aquiescencia de los poderes legalmente establecidos y dedicados a la morosa tarea de preparar el atrezzo que a ellos les convenga.

Con economía o sin economía lo necesario es asumir los mandos de control de la gobernanza, que en España hoy es una tarea imposible. El que se convoque de nuevo elecciones para el próximo 10 de noviembre no significa una catástrofe, si es una señal de fracaso de sus líderes, cuyas actuaciones provocan irritación entre la gente y los votantes. Muestra que entre los cuatro partidos cada uno va a lo suyo. Gestionar una coalición no es fácil, como lo demostró la última elección de Angela Merkel, que tardó casi seis meses en conseguirlo. Primero fracasó con liberales y verdes, y al final obtuvo la Gran Coalición con los de siempre: SPD. Holanda en 2017 tardó casi 7 meses en conseguir una coalición estable y duradera entre cuatro partidos con diferentes concepciones. En estos países —con larga tradición y cultura de coalición— tienen claro que el poder no es un patrimonio personal, ni ejercido por una figura omnímoda de la cual depende cada decisión, y entre sus cuadros políticos y ciudadanos existe, de manera muy particular, una confianza que es la que permite construir. Si hubiera suspicacia sería imposible pactar nada.

Lo que pone difíciles las cosas en España es la mentalidad, tanto de los votantes como de las bases partidistas y de sus líderes políticos, que no permite actuar con amplitud de miras, se cree que pactar con el otro es ir contra los principios, que la ideología se difumina y desaparece la identidad. La misma noche electoral del 28 abril, luego de los resultados, cada cuartel proclamaba a su líder ‘presidente’ y los cánticos de unos y otros coreaban que pactar con el otro “no”. Esa actitud de rechazo y beligerancia se puso en práctica en los siguientes cinco meses. Cada grupo se cerró en banda. Por tanto, que la socialdemocracia pacte con la derecha es prohibido. Igual entre Pedro Sánchez, un socialista moderno, y Pablo Iglesias que representa una izquierda progresista. La fogosidad y la descalificación utilizados en el lenguaje, por los miembros de los partidos, los sitúa en campos enemigos, irreconciliables. Si el lenguaje no guarda prudencia, el horizonte no depara nada halagüeño.

El periodista Hermann Tertsch, era columnista del diario conservador ABC. En 2015 lanzó su libro, Días de ira, y aprovechando la ocasión, hizo un comentario sobre el recién fundado partido Podemos, desgajado del movimiento de los indignados: “Debemos tener miedo a los proyectos redentores porque son totalitarios desde el principio y acaban siendo criminales. A Podemos lo dirigen cuadros comunistas clásicos”. El típico lenguaje populista de extrema derecha, de los supremacistas blancos americanos, de Steve Bannon y los neocon que son los portadores de las tablas de la ley, tienen incendiado al mundo y transitan por caminos que llevan al odio. Tertsch avanzó en su proceso de radicalización, fue incapaz de resistir a los cantos de sirena que produjo la llegada de Trump al poder. Santiago Abascal lo llamó a sus filas y en la actualidad es eurodiputado, desde el 26 de mayo de 2019, del grupo Vox, empeñado en revivir el pasado, del que se siente heredero.

Pero Pablo Iglesias, secretario de Podemos, no es una figura siniestra y de mucho cuidado, como lo describe Tertsch que tiene una visión muy particular de lo que es la libertad: solo puedes ser libre en España cuando pierdes el miedo a que te llamen fascista, dice. Iglesias ha repetido desde hace varios años que Podemos nace para contraponerlo al peso del neoliberalismo, su ideología es de estirpe socialdemócrata, de raíces nórdicas, con criterios fiscales redistributivos y expansivos, en defensa de los derechos civiles y apuestan por el consumo interno, dijo a la revista Jot Down en octubre de 2015. Iglesias ha demostrado que acepta el juego parlamentario y la democracia “liberal”, con el propósito de conseguir una sociedad más igualitaria. Otra jugada de Podemos es olvidarse de “la vieja socialdemocracia” encarnada por el PSOE —Partido Socialista Obrero Español—, permeado por las políticas liberales. Con esta táctica intenta dirigirse al electorado del PSOE insatisfecho con su partido, para arrebatarle esos votos que serían oro puro. Pero Iglesias nada tiene que ver con la figura totalitaria que planteaba Tertsch. Otro punto para tener en cuenta: Iglesias nunca ha hablado de ir contra la Unión Europea, como sí lo hicieron Tsipras, Salvini, Orbán, Thatcher.

Son lenguajes que hacen parte del juego democrático, pero basados en el fanatismo, sin embargo, muy peligrosos cuando se lanzan a los vientos políticos. Es jugar con fuego. Trump está pagando caro sus mensajes incendiarios y a un precio terrible. Lo que se masca en la sociedad norteamericana es el odio, al que su presidente azuza, y ya se sabe que quien siembra vientos recoge tempestades. Y vientos siembra Cayetana Álvarez de Toledo, portavoz del Partido Popular, PP, contratada por Pablo Casado. Su juego es el de policía malo-policía bueno. Ella reparte leña y él sabe congraciar. Álvarez es la guardiana de las cinco llaves de la libertad, de la constitución y del patriotismo de los españoles. Conoce al dedillo la historia de España, lo demás andan en el error. Su arrogancia le hace creer que la historia no sabe caminar por sí sola, sino tomada de su mano, porque ella y solo ella distingue con meridiana claridad si un hecho es real o adulterado. Cuando acude a los medios a debatir, a sus interlocutores les dice: “Repita conmigo, no vamos a indultar a golpistas”, ese tono irónico iba dirigido a la ministra de Hacienda, María Jesús Montero del PSOE, en un programa de TVE el 17 abril de 2019, diez días antes de las elecciones.

Para Álvarez dicha frase se convirtió en un mantra. Prueba lo descontextualizada que vive, ella y los del PP que ante la falta de argumentos acuden a las patrañas. La frase se refiere a los presos catalanes, a los cuales se les adelanta el llamado procés, cuyo fallo se conocerá en octubre, a la espera del dictamen del Tribunal Supremo. Será un fallo jurídico. Mediante otro fallo jurídico está en la cárcel el cuñado del Rey, cumple la sentencia como cualquier periquito de los palotes. El fallo del procés no ha sido proferido aún. Luego es temerario e imprudente aventurarse a hablar de “indulto”. Lo que oculta su táctica ruin es sacar ventajas electorales, como proceden todos los que carecen de un plan definido y comprometido. Y aprovechar el clima revuelto que ha provocado el independentismo catalán. A Álvarez la suerte de Puigdemont o de Junqueras le importa lo mismo que a Napoleón le preocupaba Cuba. Lo importante para ella es revolver el avispero para ver qué queda.

A la historiadora Álvarez y a la cúpula del PP se debe recordar que su jefe político, José María Aznar, cuando ganó las elecciones generales en 1996, obtuvo una mínima ventaja frente al PSOE de González. Pero fue gracias a sus pactos con los nacionalismos catalán y vasco que pudo formar gobierno y así subirse al poder. Aznar pactó con CiU de Jordi Pujol, el padre del independentismo catalán moderno. Los 23 años, a partir de 1980, que Pujol ejerció la presidencia de Cataluña, le dieron tiempo para articular, crear, construir, planificar y armar la escenografía que hoy está a punto de lograr la secesión de España. Aznar, sediento de poder, dejando los escrúpulos y sin miramientos ideológicos pactó con su enemigo Pujol. La animadversión que había entre ellos era veinte veces superior al desdén que hoy divide a Pedro Sánchez y a Pablo Casado. El pacto además de verbal fue escrito, dado el grado de desconfianza que había en ese entonces entre los dos líderes. ¿Qué entregó Aznar a los catalanes? Lograron que les cedieran el 30% del IRPF, supresión de gobernadores civiles, financiación para la policía autonómica. En suma, Aznar entregó, por un plato de lentejas, a los nacionalismos periféricos lo que la derecha española siempre le había negado a Cataluña.

Mire señora Álvarez quien le iba a decir a usted que José María Aznar fue uno de los pioneros y cómplice en introducir lo que no se sabe exactamente qué es lo que hay en Cataluña, si un guateque o un guirigay que montaron cuatro irresponsables populistas y sin seso, que podría desembocar en una estúpida guerra civil. Dios no quiera que eso ocurra jamás. El juego por el poder no es una cosa que nace en la pituitaria, debe ser algo más consciente, donde lo que se juega es el destino de millones de ciudadanos, amenazados de precariedad. El Tribunal Supremo, antes juzgar a Junqueras, debería llamar a Aznar para que rinda cuentas por sus actuaciones de hace 23 años.

Sin duda España está en el ojo del huracán, pero sus políticos no desean darse cuenta de ello. La concepción de Pedro Sánchez, Pablo Casado, Albert Rivera, Pablo Iglesias, es recluirse en su diminuto mundo de egocentrismo, que ha llevado al país al limbo, donde las cosas son ni fu ni fa. La gobernanza se ha instalado en una calma chicha desesperante, que no es buena y conduce a crispar los nervios. El resultado de la crispación es argüir barrabasadas, que significan perder tiempo desperdiciar energías y debilitar la democracia. En estos últimos cinco meses de incertidumbre, de gobierno provisional, lo único que se ha escuchado de los candidatos son reproches mutuos —infantiles— donde se puyan quién ha hecho qué, y la culpa —la gran mentirosa— se la endilga el uno al otro. Habría que aclarar cual de los cuatro ha dicho la mentirota más grande. Esto no es lo que necesita España, ni sus ciudadanos. Pero lo peor es que la calma chicha está saliendo costosa, en los cuartos comicios en 4 años, la factura a pagar por las veleidades de sus líderes asciende a 500 millones de euros. Que ellos no van a financiar de sus bolsillos. Esto no pasa por sus cabezas de chorlito.

Para noviembre 10, día de las elecciones, todo apunta a un resultado parecido al del 28-A. Se repetirá la misma situación que ya se provocó el pasado martes 17 en Israel, donde el Likud de Netanyahu y el militar Gantz del centrista Azul y Blanco, tienen bloqueado a Israel, por su igualdad en los resultados de la votación. Lo de España es distinto, pero peor. Viene el vendaval del 31 de octubre —algo remotamente cercano al fin del mundo— todos saben que algo terrible va a pasar, pero nadie sabe qué es lo que ocurrirá. Es una apocalíptica vaguedad que vaticina un huracán devastador. Millones de empresas medianas o pequeñas van a quedar hechas trizas, allá —Reino Unido— y acá —Unión Europea—. Desde luego que habrá vencedores. Los que mejor preparados estén. No particularmente España porque sus líderes están dedicados a jugar por el poder y los problemas se eternizaron, olvidados y empolvados en el desván.

España es peculiar, la tierra de los despropósitos. El 23 de julio de 2019, dejó —o lo despidieron, da igual— la presidencia de Endesa, Borja Prado, por su salida cobró 12,8 millones de euros. Una cifra que el 70% de españoles jamás verá en toda su existencia, así trabajen como animales. No hay dinero para contratar profesores, enfermeras. La clase intelectual, lo investigadores tienen que buscarse la vida en otros lugares. No se pueden contratar policías para vigilar las cárceles. “Había un déficit de 12.000 agentes de policía y guardias civiles”, informó en agosto Fernando Grande-Marlaska, ministro del Interior del Gobierno en funciones. Por lo cual, las cárceles se han privatizado. España se deshace, seguirá entre los coleros de Europa. Los del norte siempre la seguirán considerando una nación africana. Cataluña continuará peleando por quitarse ese peso muerto de encima. España viene cayendo en picado hace rato. Pedro Sánchez y Pablo Casado se seguirán llamando mentirosos y embaucadores.

 

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