Un oso perezoso”, respondió. Era un muchacho de noveno grado del centro educativo República de Brasil, ubicada en la colonia Modelo, en el sur de San Salvador. Sus compañeros de curso se rieron al oír su respuesta. Daba la impresión de no sentirse sorprendidos: conocían a su compañero. La pregunta (parte de una conversación que tendría como efecto la creación colectiva de un mural) buscaba provocar un momento de imaginación entre los estudiantes: ¿qué animal quisieran ser?. Algunos prefirieron unas respuestas mas seguras y comunes, leones y delfines, pero fue el último de los adolescentes el que definió, sin querer, el curso del relato que sostendría (o elevaría) la obra. El joven quería ser un colibrí.
El colibrí sirvió como la metáfora perfecta. Considerado el mensajero de los dioses por la mitología maya -como nos explicaron los artistas salvadoreños Gris, Claudia y William- comprendía no solo uno de los extremos del mural -los estudiantes- sino también insinuaba uno de los valores circundantes en la convivencia del colegio: el diálogo franco. Sin embargo, el mural quedaría incompleto sino contará con el otro costado, el interlocutor natural del estudiante: el profesor; en este caso las profesoras. La tensión y distensión propia de toda conversación provechosa.
Por supuesto, también nos reunimos con ellas. Y aunque cada una de las docentes encarnaba una forma de enseñar, una mas clásica que la otra, coincidieron en la necesidad de compartir sus saberes en un entorno de disciplina y respeto. Habiendo tomado la decisión del colibrí y su contexto prehispánico era muy difícil abandonar ese equilibrio en el mural. Por fortuna, existe en la mitología local un guardián del conocimiento: el emblemático jaguar. La escena empezaba a cobrar forma.
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El colibrí cruzaría un horizonte de glifos mayas (signos usados en su escrituras) de nubes movidas por el viento: el símbolo ancestral de la comunicación
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No obstante, quedaba trabajo por hacer. Definir la relación entre los dos personajes y de esa forma establecer el equilibrio de la obra misma. Si se trataba de conformar un diálogo franco a partir de una imagen era necesario que la composición diera cuenta de este propósito. Por esta razón se tomó otra decisión: que el colibrí volara desde la boca del jaguar; como si fuera sus palabras. Además el colibrí cruzaría un horizonte de glifos mayas (signos usados en su escrituras) de nubes movidas por el viento: el símbolo ancestral de la comunicación. La historia se cerraba.
El oso perezoso y el colibrí pintaron durante toda la jornada, hombro a hombro, bajo un sol implacable. Al final, recibieron junto con sus compañeros un diploma que reconocía su participación en la creación del mural. Lo que empezó como un ejercicio sencillo de imaginación se convirtió en un espacio de compromiso de los estudiantes (que quedó consignado en la inauguración). En adelante, estudiantes y profesores tendrán un escenario propicio para el diálogo y la resolución de conflictos. Y también, un recordatorio presente de los seres míticos que siguen observándolos desde la imaginación desbordante de sus relatos pasados.