Nadie pone en duda la decencia de Fajardo. Es un extraordinario candidato. No solo es bonito, también es inteligente. El único problema es que Sergio Fajardo lo sabe. Esa seguridad será su peor enemigo de cara a las elecciones de mayo. Desde que fue alcalde de Medellín, recién desempacado de la academia, lo empecé a seguir así nunca entendiera una sola palabra de su discurso. Creí que era tan brillante que los colombianitos de a pie, como yo, estábamos muy por debajo de su intelecto. Después acepté lo que mi fe me impedía ver: Fajardo es enrevesado, farragoso, prepotente y aburrido. El tonito es lo que lo hace aburrido. El tonito es el que lo ha convertido en el Ricardo Arjona de la política colombiana: metáforas sin sentido, socialbacanería cursi, chocolocadas.
Por más que se remangue la camisa, que se despeluque, que con los años cada vez se vea mejor, el conecte de Fajardo con el pueblo es nulo. Esto es una tragedia. De todos los candidatos presidenciales solo Ordóñez lo supera en el ranking de los más aburridos. El mejor retrato de cómo es el ex gobernador de Antioquia quedó patentado con la respuesta que le dio hace poco a una periodista de RCN que le preguntó cuál era el páramo más grande del mundo y él respondió que no iba a usar parte de su cerebro (imagino que habrá pensado “mi precioso cerebro”) en algo que puede responder perfectamente Google. Fajardo hubiera quedado muy bien reconociendo que no sabía, que lo habían corchado, pero su ego, tan grande como el de Gustavo Petro, no le permite reconocerse como un humano falible. Esos aires de sabihondo le podrían costar la presidencia en un país que históricamente ha despreciado la inteligencia.
Del otro lado está Vargas Lleras. Nadie pone en duda su patanería evidenciada en el coscorrón a su guardaespaldas en Ciénaga de Oro César en diciembre del 2016 o en el desprecio que le hizo a uno de sus fans en marzo del 2017 que pretendía saludarlo.
Desde que era un niño y acompañaba a su abuelo el presidente, aprendió a no tenerle respeto a nada y se paraba, si lo deseaba, en las sillas del Congreso. Su abuelo jamás lo regañó, al contrario, como aparece en esta foto, solo se reía de las pilatunas del delfín.
Vargas Lleras es altanero con todo el mundo. Cuando se fumaba cuarenta cigarrillos al día no le importaba entrar con el pucho encendido a los ascensores y si alguien protestaba él, como buen príncipe, mandaba a callar. A periodistas de la talla de María Teresa Ronderos los hacía esperar bajo la lluvia durante horas para luego no decirles una sola palabra. Su altanería es tan fuerte que resulta contagiosa: entre todos los jefes de prensa de los candidatos presidenciales, no hay uno más insoportable que el suyo, Gerardo Aristizábal. Sí, qué duda cabe, nuestro ex vicepresidente es un patán.
Estas características en los infaustos años de Uribe, cuando dar en la jeta marica daba réditos, le hubiera asegurado la presidencia. Ahora ha ocurrido un extraño fenómeno: la popularidad de Vargas Lleras sufrió un retroceso después del coscorrón. Ahora deambula en las encuestas entre el 11 % y el 7 % muy lejos de Fajardo, de Petro y Duque. Su única esperanza es la maquinaria que él mueve a su antojo en toda la Costa Atlántica, gracias a la ayuda incondicional que la casa Char le ha ofrecido durante años. Esa maquinaria y la manito que le dará la Casa de Nariño —todo apunta a que será el candidato de Santos— le podrían bastar para clasificarse a la segunda vuelta.
Con el desgaste del uribismo, la nulidad del liberalismo y la desconfianza que genera en el colombiano promedio el izquierdismo de Petro, la sorpresa que podríamos tener a finales de mayo es que Vargas Lleras y Sergio Fajardo lleguen a segunda vuelta. Dos hombres con trayectoria y reputación muy diferentes pero al que los une el ego descomunal, un tonito insoportable. Está claro que al país le vendría mejor la prepotencia intelectualoide de Fajardo que la altanería de Vargas Lleras. En esa hipotética vuelta yo votaría sin pensar por el candidato de los verdes así nunca se me olvide que él es Uribe en jeans.