Imaginen esto: misiles imponentes, majestuosos, como esos que parecen balas gigantescas en los desfiles militares y deben ser cargados por pesados camiones de 18 ruedas, que muestran con orgullo su poderío nuclear, a quienes asisten a los desfiles y a quienes los ven por televisión en el mundo entero, con el único fin de eso, de mostrar poderío e infligir la mayor cantidad de miedo, de terror posible a los ojos de todos a expensas de sus propietarios, ya sean los ejércitos de China, Alemania, Rusia, Estados Unidos, Corea del Sur o cualquier otro que los tenga y los quiera exhibir como sus “Ases de espadas” para que, dejando toda la caballerosidad de Camelot, sean sus armas de batalla cuya labor no es sacar chispazos de acero en el aire y cortar la garganta del otro caballero, sino de triturar en millones de explosivos pedazos, todo lo que se encuentre en su radio de onda expansiva.
Y… por último, al final de ellos, un solo soldado caminando en la mano con una probeta de laboratorio, es el que hace que todos los asistentes den un paso atrás y murmuren aterrorizados.
Porque dentro de esa probeta van unos virus tan terriblemente mortales, que si la probeta se le cae de la mano al soldado y se rompe en el piso, habrá liberado un arma que es capaz contagiar a uno solo de los asistentes al desfile, y por efecto dominó, a todos los seres humanos del planeta hasta que no quede ni un solo ser humano con vida.
Por eso, en la tercera guerra mundial, no observaremos esos primeros gigantescos misiles nucleares saltando de un punto a otro de nuestro planeta destruyendo sus puntos de contacto y todo lo que alcance su tenebrosa onda expansiva.
En esa tercera guerra mundial, esos temibles misiles se podrán observar, bajo la lente de un microscopio.