El infortunio que opaca a la Ciudad Blanca

El infortunio que opaca a la Ciudad Blanca

No todos los habitantes de Popayán la pasan bien. Algunos tienen vidas dramáticas y hasta conmovedoras. Acá la historia de un pipero

Por: Mateo Malahora
noviembre 08, 2019
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El infortunio que opaca a la Ciudad Blanca
Foto: Pixabay

Ayer me senté en una esquina del Parque Carlos Albán del Barrio Bolívar, en Popayán, a conversar con un pipero (persona que toma alcohol de farmacia con Postobón), a quien conocía accidentalmente. Pasé una experiencia humana dramática y conmovedora.

Me dijo: “Vea hermano, le voy a contar cómo es mi vida. No sé por dónde iniciar. Piense en los seres humanos que hemos sido seleccionados por la cirrosis para morir dignamente. Hace dos años toqué fondo”.

“Soy drogadicto. Perdí a mi familia. Consumo alcohol, bóxer, marihuana, coca y hasta droga para epilépticos”.

Lo saludo y nos sentamos a conversar en una esquina del parque donde departen licor tres descartados sociales: piperos. Cerca de nosotros pasan automóviles con personas que me conocen, a quienes miro a través de mis gafas ahumadas y observo sus gestos de asombro. Piensan que también hago parte de ellos. Su extrañeza no me perturba.

“Tómese un trago, necesito compañía, en el año que termina han muerto tres compañeros, quedamos cuatro: Míster Bavaria, Julio César, Cleto y yo”.

Sin ningún escrúpulo le rendí etílicos honores a mi interlocutor (para que me hablara con toda confianza).

De manera intempestiva comenzó a conversar, me dijo que la noche anterior había dialogado con seres de ultratumba y de las regiones periféricas, afirmación que no puse en duda, y que en Semana Santa subían al Cerro de Tulcán a esperar que llegaran los platillos voladores, pero que terminaban inertes mirando el firmamento: (Delirium tremens).

 “Yo estudié un semestre de universidad. Ahora soy autodidacta. Me leía hasta los clasificados. Recuerdo uno que publicó la revista Semana al día: “Se vende a precio de quema pantalla presidencial”.

“En este parque que usted observa, fallecemos los desarraigados. En Cali vivíamos debajo de los puentes, cerca al Terminal de Transportes, hasta que llegaron los venezolanos y nos desplazaron”.

“Un día vino un man con pinta de persona culta y parecía que me daba lecciones, me dijo: 'Usted es un lumpen, tengo la impresión de que perteneció al ejército de reserva laboral y ahora es miembro del lumpanato, lo que me produjo satisfacción, porque yo presté servicio militar'”.

"¿Cómo vive en este medio si tiene buena cultura?", le pregunto. “Vamos al grano. Vivo en un extremo de la ciudad amputada, pero tenga cuidado, no ofrezca pistas sobre mi condición social”.

“¿Sabe usted qué es vivir exiliado en una misma zona urbana?”. Permito que hable: “Es haberse desplazado en el mismo territorio para buscar un lugar donde tener sentido y aquí lo tenemos”. “Vivimos en una covacha, cerca de la Galería del Barrio Bolívar, a un lado del río Molino”.  “Aún no entendemos por qué degradarían tanto al Libertador”.

“Las cloacas y las alcantarillas son nuestro medio ambiente. Nos tiene sin preocupación la lujuria urbanística de los complejos residenciales y la vida aérea en los edificios”.

 “Cuando estuve vinculado a la producción cultural tenía relaciones sociales, trabajé en una revista, las noticias tenían valor y yo también tenía un valor y me quedé sin valor de uso por el alcohol, ahora soy como mercancía desechada, sin valor de uso y sin valor de cambio, somos basura, mugre metafísica y absurda existencia”.

Señala al fondo y me dice: “Los perros se reparten los rincones con nosotros, los puentes son acompañantes bienhechores, los cartones y plásticos nos brindan cálida asistencia”.

Me ofrece otro trago. No me deja hacerle preguntas (van dos). El hígado me flagela, mientras un gallinazo incrédulo nos observa y al fondo de la covacha un perro famélico no nos quita el ojo, como queriendo participar en la charla, “es mi socio”, señala, “se llama Patán”.

Veo zanjas que atraviesan las aguas lluvias y ratas sumisas y obedientes, moviendo la cola, dándonos la bienvenida.

Interrumpe imprevistamente la charla y nos despedimos. Escuchar a un pipero con buenos conocimientos es desolador, produce desconcierto, es conocer la estética del abandono y un desafío a los sótanos de la sociedad y el Estado donde se almacenan desventuras humanas.

Vuelvo a percibir, ahora desde su morada, la lujuria irracional de motos, carros y automóviles. Le doy un abrazo.

Ha leído usted el testimonio desordenando de un huésped de las riberas del río Molino, emblema del escudo de la ciudad, hasta donde nos habíamos trasladado, ubicadas en el extremo de una calle anárquica, como son las del sur, del oriente y del occidente, excepto las del norte, a lo largo y ancho de una ciudad que se parece a Siria, recién bombardeada.

Salam aleikum.

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