“¿Por qué te envaneces, niño o viejo, hombre o héroe? ¿Crees acaso que el universo es algo? ¿Que montar sobre la cabeza de un alfiler es subir? ¿Pensáis que los instantes que llamáis siglos pueden servir de medida a los sucesos? ¿Pensáis que habéis visto la Santa Verdad? ¿Imagináis locamente que vuestras acciones tienen algún precio a mis ojos? Todo es menos que un punto a la presencia del Infinito que es mi hermano” Simón Bolívar, Delirio en el Chimborazo.
Cuando el pasado 12 de junio de 2019, después de un largo e indecible martirologio y con el respaldo de las altas cortes concernidas, Seuxis Pausias Hernández (Jesús Santrich), excomandante de las Farc y negociador del acuerdo de paz firmado entre esta guerrilla y el gobierno, hizo su ingreso a la Cámara de Representantes para ocupar la curul de la que es legítimo titular fuimos testigos indignados de uno los más deplorables espectáculos de los muchos a los que nos tiene acostumbrados el Congreso de Colombia.
Nunca imaginamos que el odio al proceso de paz —que es el odio la paz misma así los hipócritas en explicación no pedida se justifiquen por anticipado— fuera tan hondo y visceral. Tampoco que generara tantas reacciones de furia contra sus manifestaciones. Y nadie se llame a engaño, el caso Santrich es una de las más notables. Él simboliza la voluntad, la tenacidad y la disposición al sacrificio supremo en aras del cabal cumplimiento e implementación del acuerdo. Tal la clave de que sea él, precisamente él, el destinatario del vesánico rencor de los enemigos de la paz y del acuerdo.
Los rostros descompuestos, las miradas aviesas y las expresiones de ira que vimos este miércoles 12 de junio como reacción congresional a la llegada de Santrich al Congreso nos remitieron de inmediato a dos episodios de nuestra historia. Uno más o menos mediato, otro ya lejano:
- El primero, el recuerdo de los aciagos días de la violencia liberal conservadora cuando la crispación y el odio partidista llegó al Parlamento y allí tuvo el correspondiente desenlace: en la sesión del 8 de septiembre de 1949, el agrio debate se zanjó con 40 disparos y la muerte del parlamentario Gustavo Jiménez y las heridas al ídem Jorge Soto del Corral, de las cuales no se recuperaría nunca.
- El segundo episodio al que nos envía esa penosa sesión parlamentaria es una nostalgia, ilusión apenas porque qué comparación cabe entre aquellos tiempos y estos, entre esos hombres y estos. Se trata del Congreso Constituyente que llamó admirable el Padre Libertador y que convocó en 1828 para sesionar en 1830 con el propósito de salvar La Gran Colombia ya herida de muerte por la codicia desmedida de Páez y de Santander.
Y aunque aquel Congreso no logró el alto propósito que deseaba el Libertador —lo que determinó su renuncia y retiro a Europa en cuyo camino moriría apenas llegado a Santa Marta—, sí queda para la historia aquel nominativo de admirable que le dio y que desde entonces permanece en la mente de los colombianos como el sueño frustrado de que un día podamos alardear de uno que tal título merezca. Y Bolívar así lo calificó porque lo sintió legítimo detentador de las virtudes democráticas de lo más granado del pueblo, lo cual recogió en las palabras consagratorias que le dedicó: “La sabiduría nacional, la esperanza legítima de los pueblos, el último punto de reunión de los patriotas”.
Cómo no sentir una profunda desazón —dolor de patria en rigor— cuando vemos el alto juicio que al Genio de América merecían los integrantes de ese Congreso de 1830, a quienes entregó su mando para que dispusieran de él, y pensamos en él que a su vez le valdría esa mesnada ciega e iracunda del Congreso colombiano de hoy, que mentirosamente escudado en los méritos de una condena criminal que ningún juez ni magistrado ha emitido ni emitirá daba rienda suelta a las más baja de las pasiones: el odio sectario. Esa “venganza de un cobarde intimidado” que dijera George Bernard Shaw. Y ello, en el templo de la democracia.