Recuerdo que cuando empecé a utilizar Transmilenio normalicé muchas veces la forma en la que muchos hombres me miraban. Creo que para mí era normal el silencio y ser observada como un objeto de deseo para los hombres. Era como si mi cuerpo estuviese en función de otros y no mía. No era raro tampoco, siempre mi cuerpo era un lugar de cambio para mi familia, mis amigos, mi pareja. Jamás para mí. Y decir esto no es fácil, ahora imagínense descubrirlo: es 10 mil veces peor.
Tomé un complementario que me llevaba a la estación de la 26, Avenida Rojas. En este entonces vivía en Hayuelos, o me tocaba llegar a el Portal el Dorado o a la estación directamente. Ese día en particular un señor me miraba con mucho entusiasmo. Tenía canas y se veía bastante cansado, su piel era color madera y sus ojos estaban rodeados por unas bolsas enormes. Parecía conocerme pero no se me acercaba. Yo estaba segura de que no lo había visto nunca y de que si me hablaba probablemente saltaría del transporte público. Al llegar a la estación me monté en el M86 y vi que el señor se subió también. "Coincidencia solamente", pensé en ese momento. Me ubiqué en toda la esquina donde se harían las sillas de ruedas y el bus se empezó a llenar. Me puse mis audífonos y empecé a escuchar de forma aleatoria música, pensaba en que tenía que llegar y subir la loma de la séptima hasta el edificio Fernando Barón. Estaba completamente ensimismada. Llegamos a la estación de San Diego y así como una multitud se bajó, otra ingresó de forma tempestuosa. El señor, sin darme cuenta, se corrió y quedó de frente mío. No pasaron ni 5 minutos y él pronunció par de palabras y me hizo quitarme los audífonos para responder "¿Qué necesita? No puedo escucharlo", él señaló hacia abajo con la cabeza y cuando me di cuenta se estaba frotando su miembro mientras me miraba. Me dejó impactada sentir que de verdad me estaba sucediendo esto, pero más aún que él pensara que yo debía agradecerle por el acto sexual que estaba presenciando, como si debiese decirle "Wow, gracias a ser mujer y ser yo, particularmente, usted siente placer". Duré 10 segundos en shock y decidí empujarlo con mucha fuerza a sabiendas de que no lograría nada porque el bus estaba lleno. Sé que se me salió un "hijo de puta" y entonces sentí el golpe de retorno. Me había empujado tan fuerte que había hecho que me golpeara contra la ventana en la cabeza. Pensaba en si mi ropa había sido la culpable, pensaba en si había tenido algún comportamiento que lo hubiese incitado a hacer eso, a tocarse delante mío y por mí. Lo que hace todo un sistema opresor machista con el que uno se ha construido... lo que hace. El señor manoteaba, manoteaba muy fuerte mientras me gritaba que efectivamente era mi culpa por ser "así de linda", "por vestirme así", "por ser mujer". La gente lo empujaba. Todo fue tan rápido que en Museo Nacional lo sacaron. Me di cuenta: había pasado este suceso en un lapso de 7 minutos. El acoso, la empujada, los ademanes a golpearme... todo. Me dolía la cabeza, pero sobre todo me dolía el cuerpo: aquel que había sido maltratado desde la palabra y la acción.
Andar en transmilenio parece una competencia por proteger la vida, integridad y poca fe que se tiene a la raza humana.