Me encantó la risa de Timo cuando le comenté que me parecían muy acertados los videítos que colgaba en su Twitter, en relación con su recuperación, tras la cirugía de corazón abierto que le practicaron días atrás en la clínica Shaio de Bogotá.
En el primero de ellos, filmado al día siguiente de su operación, se lo veía caminando por los pasillos de la clínica, e incluso subiendo los peldaños de una pequeña escalera, como si en lugar de un paciente fuera un médico que se aprestara a examinar a alguno en su cuarto. Al respecto me dijo que el especialista que lo operó, había llegado a su habitación, le había desconectado todos los aparatos y le había dicho que saliera a andar, incluso que se comprara un tinto en OMA y se lo tomara tranquilo.
Ni él mismo podía creer lo que le decía el cirujano. Sin embargo confió en él. No había ninguna visita que lo acompañara en su breve gira, pero igual, como Lázaro, se puso de pie y echó a andar. De veras llevaba la intención de sorprender los visitantes, cuando se apareciera de repente en el área de espera, y se tomara un café como cualquier paisano. Era un reto para él mismo. Desafortunadamente no se le dio, por cuanto era la hora del aseo, las muchachas limpiaban el piso y no dejaban pasar a ninguno para no perder su trabajo.
El otro fue todavía más sorprendente. Del día 12 de marzo, es decir cinco días después de su cirugía a corazón abierto. El día anterior había sido dado de alta y trasladado a una casa de campo, en las inmediaciones de Bogotá, en un clima templado, mucho más agradable y conveniente a su estado. Alguno de sus acompañantes hizo llegar una especie de bicicleta estática a la casa. Y a él le provocó ensayar unos pedaleos en ella.
Una vez probó que podía pedalear normalmente, sin exagerar velocidad ni ritmo, tuvo la idea de llamar a su compañera, Yudis, y pedirle que le hiciera una toma en esa situación. La colgó en un tuit en el que se refería a sus avances en la recuperación y a su satisfacción por el reinicio de los diálogos con el ELN en Quito. La cosa causó sorpresa e incredulidad en muchos.
Aquello lo divirtió enormemente, más cuando el especialista que lo trató, le hizo saber que estaba recibiendo diversas pullas, en las que lo acusaban a él y a la clínica, de haberse prestado a una farsa quizás con qué extraños propósitos. Timo volvió a reír al contármelo, y yo no pude menos que acompañarlo con una carcajada. Qué país éste en que nos tocó vivir.
La verdad, como dicen las señoras, no hay que iluminar al santo tan cerca porque se quema, ni tampoco tan lejos porque no se lo alumbra. Claro que Timo se vio afectado por un serio problema cardíaco, que por fortuna no se llegó a manifestar en una crisis aguda. Lo intuyeron los médicos cuando lo examinaron en el hospital San Rafael de Fusa, y lo comprobaron los especialistas cuando lo sometieron a diversos exámenes en la clínica Shaio de Bogotá. De ahí la necesidad de practicarle la delicada cirugía a corazón abierto. Eso no es broma ni cuento.
Ahora lo visitaba por vez primera tras su cirugía y dada de alta. Me presenté de improviso, me identifiqué como Gabriel Ángel ante los guardias de seguridad y a poco me abrieron la puerta. En cuanto bajé del vehículo y caminé hacia el corredor de la casa, lo vi caminando en compañía de uno de sus médicos personales. Hacía una mañana muy bonita, hasta el punto de hacerme recordar que Timo se quejaba del frío que sentía en Bogotá. Me alegré con el clima, seguro que le haría mucho beneficio así.
No quise interrumpir su caminar, hasta pensé que había llegado en un momento inoportuno. Su compañera me preguntó por qué no había avisado de mi visita. Le dije que le había preguntado a él por la web, y a uno de sus más cercanos acompañantes, quien hacía las veces de oficial de servicio en sus antiguos campamentos. Ninguno me había respondido, así que había decidido presentarme.
Me explicó que él tenía las visitas restringidas, que no podía hablar mucho y que más bien se quería que estuviera tranquilo, ajeno a cualquier preocupación. Le respondí riendo, que en realidad quería verlo, si acaso darle una palmada suave de cariño en el hombro y nada más. Con eso quedaría satisfecho. Aunque no me acerqué a él, ni lo saludé de lejos, supe por un gesto de su cabeza que me había visto. Me dije que me recibiría.
Y así fue. Unos minutos más tarde Yudis me pidió untarme las manos con un gel antibacterial recomendado por los médicos. Entonces supe que iba a estrecharle la mano. En efecto, un rato después recibí su llamado. En la casa donde se hospeda hay un corredor con vista a la piscina, un lugar donde se respira la brisa fresca y se observan las montañas azules a lo lejos. Allí estaba sentado él, en un sillón, al lado del cual había otro destinado a su interlocutor.
No gusto de dramatismos, además entiendo cuando hay necesidad de despedir optimismo, así que me empeñé en asumir la actitud más positiva posible. El viejo estaba bien, con la misma palidez que le observé en los días siguientes a aquel infarto en La Habana, pero con una buena apariencia en su semblante. Me imagino que con los días, como sucedió en Cuba, recuperará su pigmentación natural. Le estreché la mano y le pregunté cómo se sentía.
Escuché de sus labios el relato de su sufrimiento. El cual se produjo en dos sentidos, físico y sicológico. En la clínica le habían explicado muy bien la naturaleza del procedimiento al que sería sometido, cada una de las partes que le iban a abrir, el corte de la arteria que requerían para añadírsela en el lugar más complicado, la apertura del tórax, en fin todo. Y le habían pedido que firmara la autorización. Al despertar, eran tan terribles sus dolores en el pecho, que de haberlos conocido seguramente se habría negado a firmar algún papel.
Me lo dijo cuando nos comunicamos ya hospitalizado él en Bogotá. El veredicto médico había sido claro, o se opera ahora, o en cualquier momento le sobreviene un infarto mortal. En esas condiciones no había lugar a dudas, había que confiar en la ciencia. Recordé una frase muy usada por mi padre, y se la dije, eso confiando en Dios y la Virgen saldremos adelante.