Anoche me encontré con el sujeto de la foto y me resultó imposible no retratar su paciente labor cabalística. Obsesionado por descifrar la suerte y tratando de arrebatarle al destino, mediante la tan anhelada combinación mágica, su pequeña porción de éxito, el individuo examinaba con rigurosidad religiosa las diferentes alternativas numéricas que le ofrecía una cartilla delgada como si se tratase del más completo ejemplar técnico de análisis estadístico para invertir en la bolsa de valores.
Me pregunté si el sujeto estaba consciente de que la probabilidad de atinar, en un juego de azar, mediante instrucciones escritas —en muchas ocasiones contradictorias— era un completo despropósito y si la dedicación sacerdotal con la que se abandonaba al cálculo metafísico de la fortuna le daría una alegría repentina el día menos esperado o si, por el contrario, el paso del tiempo le dejaría tan vacía la esperanza como vacíos quedaban sus bolsillo después de apostar su provisión en el oscuro entramado del mundo de las apuestas.
Verle sus manos cansadas, sus guantes sucios y viejos, su mirada perdida entre guarismos, pero con la confianza plena en la escurridiza fortuna me sorprendió tanto que llegué a considerar que, en la desigualdad que vivimos, el único recurso que nos queda es la divina providencia a la cual se encomiendan pasivamente las gentes de corazón noble o al ejercicio feroz del crimen los muchos que se rebelan a descender en los pozos de la miseria sin dar al menos la batalla y llevarse con ellos, como equipaje, un puñado de almas.
No sé si el muchacho haya encontrado la fórmula mágica para determinar la suerte y se encuentre próximo a mudarse a Suiza después de ganarse el Baloto o si el día de hoy regrese con su biblia de prestidigitador a la misma ventana, con la fe renovada y su provisión diaria dispuesto a jugarse la vida en la indescifrable monotonía a la nos han sometido los plenipotenciarios reyes de esta tierra.