El individualismo sinigual de los colombianos
Opinión

El individualismo sinigual de los colombianos

Es el que nos hace pensar solo en nuestra pequeña parcela de tierra, de poder o de saber, en nuestra gran o pequeña estrategia para salir adelante pasando por encima de los demás

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octubre 26, 2016
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Con el rechazo mayoritario a los acuerdos de paz, los colombianos hemos dado muestra fehaciente de nuestro destructor individualismo, de la agreste incapacidad para actuar colectivamente por algo que no sea nuestro particular interés. El indomable y primitivo individualismo es parte de los ingredientes del desastre y nuestra actual encrucijada.

Esa precaria anima colectiva, esa incapacidad de actuar juntos por lo que nos conviene a todos, viene de atrás. Así nos formaron las elites, a su imagen y semejanza. Lo heredamos de los españoles y los criollos: “Se acata pero no se cumple”. Siempre encontramos la manera de eludir nuestras responsabilidades colectivas.

“Un exacerbado individualismo es el caldo de cultivo en el que el sentimiento de poder es engendrado y alimentado; por este motivo, es egocéntrico, en el sentido de que se afirma a sí mismo de forma arrogante y a menudo violenta cuando poniéndose en acción trata de sojuzgar a los otros”. (Teitaro Suzuki, filósofo japonés).

Ese individualismo que nos hace pensar solo en nuestra pequeña parcela, sea esta de tierra, de poder o de saber, en nuestra pequeña tienda llena de baratijas que consideramos el más gran tesoro, en nuestro gran interés económico construido las más de las veces de manera non santa, en nuestra gran o pequeña estrategia para salir adelante pasando por encima de todos los demás.

Nadie ha dejado tan al desnudo nuestro particular individualismo como el profesor Takeuchi, un japonés que vivió en Colombia por más de 50 años. Cuando le preguntaron cuál era la principal diferencia entre los japoneses y los colombianos, su respuesta fue esta: un colombiano es más inteligente que un japonés, pero dos japoneses son más inteligentes que dos colombianos. Por la incapacidad de estos últimos de actuar y trabajar juntos. “La explicación de Takeuchi supone que un país es algo más, mucho más, que los individuos que lo componen. Un país es también, y sobre todo, un alma social, o como dicen ahora, una identidad colectiva. Esa es una de nuestras grandes carencias”.

La política de las elites siempre ha estado plagada de individualismo y ausente de grandes ideales sociales y políticos colectivos. Nuestra historia ha sido el sempiterno enfrentamientos entre santanderistas y bolivarianos, ospinistas y laureanistas, turbayistas contra lleristas,  lopistas versus galanistas, y el  de moda, uribistas contra santistas. Ellos son el espejo en que se ha mirado nuestra precaria democracia

La ausencia de un Estado fuerte en lo social y promotor del progreso de todos, millones de compatriotas viven en la marginalidad sin recibir sus beneficios, pero tampoco les interesa lo que haga o deje de hacer, ha configurado un orden social donde el individuo echa mano de su propio  esfuerzo y astucia para sobrevivir.

Los colombianos tenemos una fe ciega en que solos podemos. Sin que lo sepamos, practicamos un neoliberalismo feroz y primitivo: el esfuerzo individual lo resuelve todo, para qué Estado. Lo público y lo colectivo nos importan bien poco.

Nos levantamos con la convicción de que solos, “uno mismo”, podemos lograr lo que nos propongamos, salir adelante, ser capaz de vencer todo y a todos. “Yo soy yo, a mí no me manda nadie, ni le como a nadie, ni creo en nadie, yo me salvo solo”. Cuando se embriagan ricos y pobres cantan entusiasmados “Pero sigo siendo el rey”.

Somos víctimas de nuestro propio invento: la incapacidad consustancial de unir esfuerzos con otro, para  anteponer  el interés colectivo al individual. Como lo señala la filósofa española, Victoria Camps, “el individualismo ha hecho perder de vista que los individuos se necesitan unos a otros, lo que ha dado lugar a un concepto de libertad entendida solo como independencia, a sociedades atomizadas donde cada uno va a lo suyo. No es la mejor base para construir "demos", el punto de partida de las democracias. Ello explica también que es difícil ejercer la libertad y asumir al mismo tiempo las responsabilidades de la vida en común”.

 

No es extraño que nuestro malsano individualismo
lo recubramos y defendamos con la muy colombiana
cultura del vivo, del avispado

 

No es extraño que nuestro malsano individualismo lo recubramos y defendamos con la muy colombiana cultura del vivo, del avispado. Para sacar avante nuestros deseos, nuestras necesidades, nuestros planes, nuestros proyectos de vida, recurrimos a la triquiñuela, a la trampa, a la mentira, la cultura del atajo y nos enorgullecemos de tal proceder. Ser vivo es uno de los orgullos más colombianos.

"El avispado tiene profunda confianza en sí mismo; por tanto, no requiere de preparación, dado que su astucia natural le permite salir triunfante en todas las situaciones. 'Solo sé que nada sé', repetía Sócrates con humildad. 'Yo me las sé todas', farfulla con arrogancia nuestro personaje. El avispado no prevé las situaciones, las resuelve en cada momento gracias a su viveza. Para el avispado, la mejor universidad es la calle y la vida. El avispado no cree en el esfuerzo, pues sabe cómo ganársela de ojo. El avispado no conversa, se come de cuento a la gente. Para el avispado, no hay mayor alegría que sacar ventaja en cada negocio y jactarse con suficiencia: 'yo no lo tumbé, él se cayó solo' ".

“Y, por supuesto, esta conducta se proyecta en el resto de la vida cotidiana. El avispado no hace filas, no respeta los turnos y tiene mil artilugios para burlar cualquier norma social o legal que impida alcanzar sus ambiciones. Las más elementales normas de convivencia, los semáforos, los códigos, no son obstáculos en su camino. Siempre habrá un atajo para llegar antes que los ingenuos, como bien lo ha descrito Antanas Mockus. El refranero popular define perfectamente la norma para triunfar: 'El vivo vive del bobo'.

La mayor de nuestras desgracias es persistir en “la idea errada de que podemos ser felices solos o, peor aún, contra los otros”. (José Luís Peixoto). Una manera de vivir nuestro colombianísimo individualismo que solo nos asegura una cosa: vivir en una perpetua y estéril guerra de destrucción mutua.

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