Barack Obama no había revisado una línea del discurso que daría al recibir el premio Nobel. Esa madrugada de octubre del 2009, en pleno viaje en el Air Force One hacia Oslo, se sentó al lado de Jon Favreau, el joven redactor presidencial y, en las siete horas que duró el viaje, el presidente escarbó cada frase, movía cada coma. A sus 29 años Favreau no podía mantenerse en pie mientras que a Obama, a medida que se internaban en la noche del Atlántico, la energía parecía salírsele por los poros. Cuando aterrizaron en Noruega le dio a Favreau 11 páginas con anotaciones. “Ojalá no tengamos que volver a hacer esto, te agotas” dijo Obama en un gesto de modestia.
Hay presidentes que programan todo el día reuniones y eventos multitudinarios porque viven de la energía que les transmite la gente y aprovechan la noche para descansar. George W. Bush se acostaba a las 22:00, la misma hora en que religiosamente se dormía Ronald Reagan. Clinton era noctámbulo pero aprovechaba esas horas para conversar con sus amigos más cercanos. En cambio Barack Obama, a pesar de su carisma resplandeciente, se siente muy a gusto consigo mismo. A las 21:00, hora en que termina las cenas con Michelle , el presidente se encierra en su despacho a contestar mails, leer los decretos del día y a pensar. A un costado un televisor emite imágenes toda la noche, y a muy bajito volumen, de ESPN. Allí, de reojo, Obama ve partidos de béisbol, golf, tennis, los deportes que más le apasionan. Lo único que come en esas horas de asueto son siete almendras, no seis, ni ocho, sino siete almendras. Cuando se cansa, ya al final de la noche, toma un libro de James Baldwin o Richard Wright, dos de sus autores favoritos y así, poco a poco, se va quedando dormido.
Los mails que se van acumulando durante el día, el presidente los evacúa por la noche. Lo mismo sucede con los mensajes que llegan a su Blackberry. El asesor adjunto de Seguridad Nacional, Benjamin Rhodes y Tom Donilon, Consejero de Seguridad del Estado, pueden dar fe de que su jefe, el noctámbulo, les ha enviado mensajes preguntándoles por partidos de tenis o regañándolos porque en el noticiero se enteró que un grupo de niños de un colegio que querían conocerlo, se les negó la entrada a la Casa Blanca.
Las pocas veces que interrumpe su soledad nocturna es para jugar al billar con Sam Kass, el cocinero de la familia Obama y único habitante de la Casa Blanca en hacerle contrapeso al poderío que ostenta el presidente jugando al billar. Para relajarse prefiere jugar Words with Friends en su I Pad, una especie de Scrabble en el cual también es un experto.
Esta rutina se rompe los viernes, eso si su agenda lo permite. Ese día lo aprovecha para ir con su familia a la sala de proyección con cuarenta butacas en donde ve los capítulos de sus series favoritas – Boardwalk Empire, Game of Thrones y Breaking Bad- y las películas que él pide o que la Asociación Cinematográfica de América les manda.
A las tres de la mañana está dormido. Cuatro horas después ya está despierto mirando un gran mapa de los Estados Unidos de América.