El impasse en La Habana
Opinión

El impasse en La Habana

Por:
julio 17, 2013
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A estas alturas del Gobierno Santos se repite en todos los sectores que el Presidente perdió el control y se le salió de las manos el manejo de las agitaciones del orden público.

El entender las causas de esto debería permitir interpretar mejor lo que puede estar sucediendo en las negociaciones de La Habana.

Lo primero parecería que es la falta de habilidad de los negociadores mismos. En todos los casos en que se ha llegado a movilizaciones y protestas un punto en común es el aparente desconocimiento por parte de las autoridades que existía una situación crítica. Lo que se vio es que simplemente pensaban con el deseo, negando u omitiendo los indicios y las motivaciones que podían desencadenar esas manifestaciones. Sucedió desde con la Marcha Patriótica negando que tuviera esa dimensión, hasta con el paro cafetero, que a pesar de haber sido preavisado y organizado con meses de anticipación no mereció la atención del Gobierno.

Por el mismo camino siguieron el paro arrocero, el de los paperos, el de los transportadores, etc.  a los cuales no se invitó a dialogar hasta que no se levantaron en protestas en las carreteras. Eso se repite en el Catatumbo y por el mismo camino parece ir la preparación del todo el sector rural para un paro el 19 de agosto.

Ante las movilizaciones la reacción del Gobierno fue inicialmente descalificar la razón de ellas, afirmando —también en todos los casos— que quienes así actuaban lo hacían injustamente y/o ‘infiltrados por la guerrilla’; es decir no solo menospreciaban y descalificaban el origen de la protesta sino cuestionaban a quienes participaban en ella. El siguiente paso fue el de tomar la posición ‘dura’ de que no se dialogaría mientras no se suspendieran las vías de hecho —esto para los primeros eventos—. Y la conclusión en todos los caso fue ‘comprar’ el levantamiento de la agitación mediante la promesa de partidas económicas que, sin dar solución a las causas ni representar corrección mediante políticas o medidas acordes a la problemática que se planteaba, sí ofrecía contentillo y alivio al problema inmediato que había sido la gota que desbordaba el vaso y disparaba la reacción desesperada de acudir a las vías cuasiviolentas.

Lo segundo es la falta de credibilidad de las promesas del Gobierno. La cantidad de cifras y de compromisos que producen los altos funcionarios y que reproducen los medios no los ve la población sino en los titulares pero no en la ejecución. Esto también desde las ayudas por la catástrofe invernal del comienzo del mandato hasta las partidas acordadas con el sector cafetero. La habilidad para manejar la imagen es claramente mayor que la de manejar la realidad, y eso ya se volvió un lugar común repetirlo; los éxitos en las relaciones internacionales se deben a que todos los interlocutores extranjeros apoyan las promesas y no les toca ni probablemente les corresponde cuestionar su cumplimiento; pero aún así hasta el Economist mencionó algo irónicamente que era más la capacidad de generar titulares que la de cumplir lo que ellos ofrecían.

Estas dos características llevan a un impasse en las ‘conversaciones de paz’ que parece muy difícil de superar: de un lado la metodología aplicada en los casos mencionados no parece fácil de aplicar a la insurgencia; tomar la posición dura para después ofrecer grandes sumas de dinero como solución a la problemática que ella plantea no suena que sea eficiente con la guerrilla ni muy fácil que sus voceros la acepten (no es cuestión de reinsertarlos ofreciendo carros y becas). Pero aún más difícil es que con los antecedentes conocidos les baste la palabra del gobierno como garantía de que se cumplirán los compromisos a los cuales eventualmente se llegue.  Este problema lo tendría cualquier gobierno pero en el actual se multiplica y se justifica por los antecedentes que existen.

Así las cosas es poco probable que a los negociadores de las Farc les baste la firma del Presidente —eso sin tener en cuenta la inseguridad que daría la propia trayectoria del Dr. Santos—, y de ahí la lógica que exijan  que sea en la Constitución que se reflejen los acuerdos a los que se llegue. Lo cual solo deja dos opciones: o la Asamblea Constituyente; o unos acuerdos para reformas que serían protocolizadas mediante un referendo. Pero esto último significaría que en efecto sí se está ‘negociando la Constitución’, solo que a espaldas de la ciudadanía y por uno pocos voceros que no tienen el mandato para ello.

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