Entre las densas urbanizaciones de Ciudad Bolívar y Tunjuelito y solo a dos cuadras del Portal el Tunal, hay un remanso verde. Lo reconocen las aves canadienses que escapan del frío en invierno desde tiempos inmemoriales. Y Bogotá, formalmente, solo desde el año pasado, cuando declaró el Complejo de Humedales El Tunjo. El río Tunjuelo, que nace en el Sumapaz y desemboca en el río Bogotá, serpentea alrededor de los siete espejos de agua que lo conforman. El más grande se llama La Libélula. “Un colchón de agua” le aclara Sandra Rodríguez, la joven alcaldesa de Tunjuelito, a un grupo de mujeres y hombres de todas las edades que vinieron de ambas localidades a celebrar la semana de los humedales.
“¿Se comprometen ustedes conmigo a ser guardianes del agua?” pregunta la alcaldesa y levantando las mangas verde fosforescente, contestan “sí” los jóvenes y niños de la policía cívica, los indígenas que los acompañan y los visitantes de las localidades vecinas. Hace 14 años, cuando Sandra era una primípara de ciencia política en la Universidad Javeriana, organizó una escuela de formación política en la biblioteca del Tunal. Se inscribieron cien jóvenes de Ciudad Bolívar, Bosa, Tunjuelito y Usme. Un grupo de treinta nunca dejó de reunirse: se encontraban en parques o bares a conversar sobre las problemáticas ambientales de la ciudad, hasta que un día, los que iban de camino a Kennedy encontraron una casa abandonada a orillas del río Tunjuelo, pegada a lo que entonces era un potrero inseguro, pero que hoy es el humedal La Libélula. Se trataba de una casa construida por la secretaría de integración para ser un jardín infantil y luego abandonada por el riesgo de inundaciones.
Decidieron entrar y convertirse en la primera expresión de Okupa en Bogotá, un movimiento mundial que transforma en centros culturales edificios abandonados. A punta de trabajo voluntario, festivales, conciertos, y clases de agricultura urbana y manualidades conquistaron a la comunidad que al principio, los señalaba como “matagatos marihuaneros” y los acusaban de ritos satánicos en el que parecía en ese entonces un potrero abandonado.
Son las diez de la mañana del domingo 17 de febrero y la gente arranca en fila india el circuito alrededor del humedal La Libélula guiada por los jóvenes del Centro Experimental. Por el sendero hay árboles nativos recién sembrados con pequeños letreros: yarumo, sauce o chicalá. Más adelante, los grupos pasan por las huertas sembradas con papa, ahuyama, amaranto, quinua, lechuga y un pepino silvestre, que según relata Elena Beltrán, una mujer activista, ha resultado ser más sabrosos que el que se vende en los supermercados. Con los productos cosechados preparan ollas comunitarias calentadas con un antiguo sistema indígena de aserrín y hacen trueques los fines de semana. Así los vecinos se han encariñado con los humedales, porque además han entendido que ellos son el colchón de agua que previene que el río se desborde hacia las calles y las casas, como lo ha hecho en algunos años anteriores en la localidad de Tunjuelito.
Contar con alcaldesa propia no ha protegido al Centro Experimental de las acciones violentas de personas enemigas. En octubre del año pasado fue la tercera vez que en la madrugada ha ardido en llamas la biblioteca del Centro de Experimentación. Esta vez, lanzaron por su segundo piso un colchón prendido. Son incendios provocados, explica Flor Rivera de la nueva generación de jóvenes, acciones violentas relacionadas con las amenazas que han recibido de los “tierreros”, gente con ambición de rellenar el humedal, parcelarlo y convertirlo en una urbanización ilegal. El 7 de agosto de 2011, intentaron invadir el terreno, con un furgón y vacas. Era fin de semana y había más probabilidad de que pasaran las 72 horas necesarias para que por ley no los pudieran sacar a la fuerza. Pero los jóvenes activistas y la comunidad lo impidieron. De los repetidos incendios, el Centro Experimental creó el festival del Fénix.
Como en todo el país, Bogotá no se libra de las luchas por la tierra. Y tampoco por los minerales, aunque esto no se note en los Cerros Orientales del norte. John Freddy González Daza, uno de los líderes del Centro Experimental, le muestra a la comunidad cómo los cerros del sur están carcomidos por la minería. No es extraño que en Ciudad Bolívar la gente tenga problemas respiratorios u oculares: frotarse el párpado puede hacer que partículas invisibles suspendidas en el aire rasguen la retina. Pero también hay minería en el lecho del río Tunjuelo. Las multinacionales Cemex y Holsing, y la Iglesia católica, explotan gravilla. Hay ocho plantas que trituran material pétreo del río Tunjuelo en Usme y tres en ciudad Bolívar.
El Río Tunjuelo, que desemboca en el Bogotá, contribuye así a que este sea uno de los más contaminados del mundo. El año pasado, el Consejo de Estado encontró que su situación es una catástrofe ambiental, ecológica, económica y social. Y le ordenó a los Ministerios de Ambiente y Minas excluir algunas zonas de la minería. Le dio un plazo “improrrogable” para hacerlo que venció el 15 de febrero, pero el gobierno no lo cumplió.
En esa misma sentencia, el tribunal le ordenó al Distrito y a la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca delimitar los humedales y cuidarlos. Con la declaratoria del Complejo de Humedales El Tunjo y otro más al sur llamado Isla del Sol, el Distrito ya dio un paso en este sentido. Son 16 los humedales protegidos en Bogotá por vía legal. Para Sandra Rodríguez, la tarea ahora es que la secretaría de ambiente incluya a la comunidad en la gestión del humedal, porque esta es la que lo ha cuidado y protegido hasta ahora.
La investigación y la delimitación de los humedales – lagunas, ciénagas, morichales y otros cuerpos de agua- es una tarea que Bogotá y Colombia se tomaron en serio luego de las inundaciones del Fenómeno de la Niña, que en Colombia dejaron más de 3 millones de personas damnificadas, mil desaparecidas y 3.5 millones de hectáreas inundadas, lo que le costó al país 11,2 billones de pesos. El Fondo de adaptación financió a varios centros de investigación para esta tarea.
Muy pronto, el país contará con una información obtenida con tecnología de punta sobre los humedales del país, cuenta Sandra Villardy, quien coordinó el equipo de investigación del Humboldt. Con imágenes de radar y análisis de la geografía, suelos, hidrología y vegetación, lograron armar el rompecabezas de las zonas que aunque estén un poco transformadas, siguen siendo humedales. Esto porque, a pesar de que estén secos en un momento dado, el suelo tiene memoria y cuando regrese, el agua se sentirá en casa.
El propósito del Plan Nacional de Desarrollo anterior de delimitar a una escala muy fina los humedales para protegerlos, no pasó a la propuesta del nuevo Plan. En cambio, el gobierno adoptará un mapa oficial y las autoridades ambientales podrán restringir actividades de alto impacto. El viceministro de Ambiente, Pablo Vieira, argumentó que en vez de trazar una línea y prohibir, es más adecuado que las autoridades ambientales de todo el país tengan las herramientas técnicas para tomar decisiones sobre sus cuerpos de agua. Con todo, cuando se trata de minería o petróleo, las autoridades ambientales regionales están maniatadas, porque el gobierno nacional se ha reservado los derechos a decidir sobre el subsuelo en todo el país.
Terminada la semana de los humedales, el Humboldt concluyó que Colombia es un país anfibio. Una quinta parte de su área son humedales –hay alrededor de 30 mil- y es posible que el área llegue al 30% de todo el país si se tienen en cuenta los que han sido desecados: el 82% de nuestros municipios tienen humedales en su jurisdicción. El IDEAM hizo dentro del mismo proyecto del Fondo de Adaptación un mapa propio, que arroja un área considerablemente menor: 14% . La diferencia entre ambos, según explicó Brigitte Baptiste, es que el Humboldt tomó una escala de tiempo mayor, es decir, no solo las zonas que hoy tienen agua, sino que tienen ciclos con distintas frecuencias de inundación. No se sabe cuál adoptará formalmente el Ministerio, aunque el mensaje de los avances de este proyecto es claro: muchos rasgos culturales en nuestro país están anclados en el agua, aunque la senda de desarrollo que hemos escogido trata el territorio como si su naturaleza fuera seca y así nos hemos expuesto a los estragos de las olas invernales.
Ahora, lo que hay que construir es una cultura anfibia versión siglo XXI, resalta el conocedor de estos asuntos, Gustavo Wilches Chaux. Aprender a convivir con los humedales y dejarlos que nos protejan de las inundaciones y que fertilicen nuestras tierras. Los saberes de los antiguos, potenciados con la tecnología moderna, pueden darnos la clave para no ser tan vulnerables frente al cambio climático.
El humedal La Libélula es hogar de aves como la Garza real, el sisirí, y el Cernicalo. Imágenes de aves tomadas de http://humedalesbogota.com/
Y en todo el país ya hay expresiones de culturas anfibias que se despiertan y se recrean. Incluso, en una zona tan urbana como la que rodea el Humedal La Libélula. Los jóvenes del Centro Experimental están recobrando prácticas antiguas del cuidado de sus humedales, porque, según dicen ellos mismos, “son los pulmones que le vamos a heredar a nuestros hijos”.