Lo dicen las encuestas; lo repiten los ciudadanos en las calles y en diferentes foros y espacios de opinión; lo reiteran las sentencias y decisiones de las cortes y los órganos de control. Los partidos y el sistema político padecen una crisis profunda, estructural y sistemática. Esta crisis no es reciente, pero, de nuevo, el levantamiento del velo del conflicto armado, la inminente entrada de las Farc a la política y el destape de inmensos y continuados esquemas de robo de dineros públicos han puesto el reflector sobre el sistema, han desbordado la paciencia de algunos y, esperamos, han disipado la apatía de la mayoría.
Las dificultades de los partidos políticos, que a su vez alimenta las del sistema político, pueden resumirse y caracterizarse como una inmensa crisis de responsabilidad, coherencia y credibilidad. Las agrupaciones políticas han ignorado, consciente y descaradamente, las responsabilidades por los hechos de corrupción y violencia realizados por sus miembros y avalados. No existe en el país ni legislación ni acción ciudadana efectiva contra los partidos cuyos miembros han delinquido de manera sistemática. ¿Cómo es posible, por citar un solo ejemplo, que un partido como Cambio Radical (que podría llamarse “Lo mismo, aunque peor”), que tuvo 16 congresistas condenados por parapolítica (el partido campeón de la combinación armas, votos y dinero), que ha sido el avalador de los responsables de los recientes escándalos de corrupción, mafia y muerte en la Guajira (Kiko, Oneida, Velásquez y compañía), que avaló conjuntamente y escogió la terna para reemplazar al exgobernador de Cundinamarca Álvaro Cruz, condenado por el carrusel de la contratación, no haya tenido un castigo ejemplar en las urnas y ¡como no! ante las autoridades electorales. Piensen también en lo que ha pasado recientemente con el partido de la U en Córdoba. Al fin y al cabo no estamos hablando de sanciones administrativas menores o de actuaciones culposas sino de crímenes violentos, empresas delictivas y actos de corrupción de proporciones gigantescas. Ahora que está cocinándose una reforma política sería oportuno plantear controles y sanciones para que los partidos, cuyos miembros avalados sean condenados, sistemáticamente, por delitos contra el erario público, contra el sufragio o contra la integridad personal, entre otros, respondan ante las instituciones y se limite su participación en elecciones y en el ejercicio de los demás derechos otorgados por ley (financiación, espacios en medios de comunicación etc.). El otorgamiento de un aval no es un acto menor ni secundario y conlleva una gran responsabilidad legal, pero también, y sobretodo, ética. Si los partidos, —con verdaderos controles internos y con sanciones disuasivas—, y los ciudadanos con el voto informado, logramos depurar la baraja de candidatos y de elegidos, podremos contribuir de manera efectiva en la recuperación de la política y la lucha contra la corrupción.
El país necesita un verdadero Poder Electoral
constituido por nuevas entidades
especializadas en el diseño y desarrollo de las elecciones
La crisis del sistema, no obstante, no se soluciona solo con nueva legislación y sanciones (leyes y multas hay por doquier). El sistema además necesita una nueva institucionalidad electoral. Actualmente contamos con una Registraduría del Estado Civil —con demasiadas funciones y con retos tremendos en lo electoral—, y con un Consejo Nacional Electoral elegido por las bancadas parlamentarias que nunca podrá avanzar en investigaciones estructurales pero que cortará de raíz cualquier amenaza de renovación política. Como lo han dicho varios estudios y algunos expertos, el país necesita un verdadero Poder Electoral constituido por nuevas entidades especializadas en el diseño y desarrollo de las elecciones y que se encarguen del control de los partidos, las campañas y los candidatos. Este Poder tiene que ser autónomo, tecnocrático y debe tener a la mano herramientas jurídicas, tecnológicas y contar con el talento adecuado para investigar, en compañía de la Fiscalía, la financiación —legal e ilegal— y las variadas y destructivas prácticas electorales en todo el país. Sin un Poder Electoral efectivo en nada impactará, por ejemplo, que se apruebe la financiación estatal de las campañas. El problema con la plata en elecciones no es la que ingresa legalmente a libros, sino los carros llenos de efectivo (recuerden los 480 millones de Yahir Acuña a dos días de las elecciones) y los pagos hechos por terceros, tipo Odebrecht.
Finalmente, la salida de la crisis política exige una verdadera renovación de líderes y agrupaciones. Un sistema que solo reconoce personería a quien sobrepase el umbral en una circunscripción nacional, sin importar nada más, sirve para fortalecer los partidos existentes, sus clientelas y los demás vicios politiqueros. La posibilidad para participar en elecciones, otorgar avales y acceder a los derechos plenos como partido político debe también responder a los resultados de elecciones locales y regionales (hay experiencias exitosas en varias regiones del país) tanto en número de votos como también en el respeto por la ley y las buenas prácticas políticas. Ni la construcción de paz ni la lucha contra la corrupción podrán ser exitosas en cabeza de quienes alimentaron la guerra y quienes nos hundieron en el hoyo negro ético y legal que nos asfixia. La ciudadanía y una buena reforma política tienen que entender y atender esto.