Hace dos décadas era común que con el amanecer emergieran grupos de soldados (pelotones de 20 o más), que con actitud de atletas recorrían las calles entonando estrofas como: ¿quiénes somos? (soldados), ¿qué buscamos? (derrotar al comunismo), ¿por qué luchamos? (por la patria y el honor). También era frecuente escuchar “somos los soldados de la patria” que salimos a cazar como a una rata al enemigo.
En fin, sembrar odio, rabia y dolor era parte de la doctrina establecida como la idea central de unas fuerzas militares que estaban en guerra contra una insurgencia que acechaba con tomarse el poder. La sociedad estaba fracasada como proyecto colectivo y la obligación del gobierno parecía ser dedicar todos sus esfuerzos en ganar la guerra (que en cifras liderada, pero en la realidad perdía)... en su obsesión asesinaba a contrarios e inocentes como estrategia y mentía como táctica.
Para entonces, muchas familias pobres amenazaban a sus hijos con regalarlos al ejército para que los enderezaran y les enseñaran a ser hombres, porque además la guerra ofrecía privilegios por sacrificios, matar daba premios y era fácil enterarse que en los batallones se castigaba cruelmente por señalamientos de cobardes, llorones, niñitas o miedosos a los más débiles y que se pisoteaba “la feminidad” que no merecía mejor trato que la violación. De vez en cuando se escuchaba de alguno que después de la crueldad silenciada se había “suicidado” por un altercado con su superior.
Se pactó la paz hace tres años. El enemigo desapareció por acuerdo de entrega de armas y dejación de su aparato de guerra. Además, se ofreció que de las comunidades víctimas saldría la noción de futuro y que la justicia de transición, la verdad y la participación en política de los antiguos combatientes sería la base de la Colombia en paz. Todo iba bien, como había ocurrido en otra decena de países en los que una vez firmada la paz lo primero que cambió fue la doctrina militar.
En Irlanda, por ejemplo, después de casi un siglo de luchas, el cargo de mayor rango de la policía (encargado de la vigilancia de la inteligencia) llegó a ocuparlo una mujer de la antigua fuerza enemiga, se redujo a la mitad el aparato policial, el 30% de su fuerza se compuso con mujeres e ingresaron a filas los católicos que nunca habían podido hacerlo. Allí la doctrina pactada creó las bases de nuevas subjetividades a partir del sentido de la vida y de nuevos relatos, ya no de odio y venganza, sino de respeto, armonía y reconciliación.
Sin embargo, la doctrina en Colombia no se ha tocado en la realidad. Aunque retóricamente se escriba sobre ella, sigue igual. Por ejemplo, los pocos militares de alto rango presos son tratados por su rango por soldados, custodios y funcionarios; el expresidente jefe del partido en el poder, preso en el Ubérrimo, es tratado con honores de estadista; y se sigue exaltando, condecorando, felicitando, ascendiendo y sosteniendo en cargos a altos mandos cuestionados inclusive por crímenes de lesa humanidad.
Ese modelo lo siguen soldados y policías que maltratan y tratan con crueldad a los mismos suyos acusados de debilidad, falta de hombría o de tránsfugas, y accionan sus técnicas de horror sobre la población. Eso es del pasado y del presente como lo son las violaciones a niñas indefensas, las torturas, la extorsión, el robo de bienes del Estado, el porte ilegal de armas propias y otros delitos graves que la doctrina protege y encubre, y que el gobierno minimiza y desvía como si no entendiera que es delito irrespetar a las víctimas, romper la imparcialidad y ponerse del lado de los victimarios. Es de simple Perogrullo, pero el gobierno hace caso omiso al evitar entender que la paz es mejor que la guerra y que quienes la han hecho prevalecer a futuro no podrán siquiera esperar un bronce o un busto que los inmortalice.
La degradación ética y moral en las fuerzas militares, es evidente, es producto de una equivocada doctrina de guerra, contraria a la paz que quiere la gente, conocedora de las lecciones del pasado que no quiere repetir. Es momento, señor presidente y delegatarios del Estado, hacer los cambios institucionales que impidan seguir la ruta del país dividido, bárbaro, cruel, en el que se impone la arrogancia, el autoritarismo y el abuso de quienes controlan las decisiones para mantener o eliminar necesidades en espera de cobrar políticamente sus desafueros.
El gobierno no puede pretender perpetuar el imaginario de que los uniformados son la ley, ni de que quien porta el uniforme y el arma encarna la ley. La doctrina militar y policial de la guerra contrainsurgente no puede seguir existiendo, ni aplicar las lógicas del enemigo interno armado y desarmado al que la ley debe perseguir y aniquilar. La idea de que la ley la encarna el más fuerte reproduce el horror con la premisa de que si hay enemigos los armados son la ley. El país no puede seguir siendo tratado como un campo de combate.
La doctrina sigue igual, salvo en la letra muerta de pactos, convenios y actas, a pesar de los compromisos del acuerdo de paz. El partido en el poder detuvo en la práctica la ejecución de la doctrina Damasco para reformar al ejército del siglo XXI “inspirada en la conversión en la ciudad de Damasco, de Saulo de Tarso, ciudadano romano perseguidor de cristianos, en el apóstol Pablo, un doctrinante y defensor de la fe, quien escribió́ en buena medida el Nuevo Testamento, treinta años después de la muerte de Cristo, creyendo que se había encontrado con Jesús resucitado… quien lo cuestionaba por su actuar equivocado en contra del pueblo cristiano” (J. Rojas, Rev. JM, Córdoba).
El cambio había empezado y el ADN democrático que se pensaba sería posible en la fuerza militar lo truncó la vieja mentalidad responsable de las ejecuciones extrajudiciales (falsos positivos) contra población indefensa, espionaje a opositores y la fe de confianza inversionista de beneficiados despojadores de élite que impiden que la legitimidad militar y policial sea reconstruida con confianza y esta con paz y que sea útil para que el gobierno regrese a la senda del bienestar con un servicio militar transformado para todos y no para beneficio ideologizado del partido en el poder.
Urge recomponer la idea de que la fuerza no le pertenece al soberano ni que las élites en el poder están por encima de la ley, que las fuerzas armadas la encarnan y que la ciudadanía (media y popular) está por debajo. Si no se cambia la doctrina la pedagogía del horror en la que poco importan las reglas que trazan límites, seguirá intacta haciendo creer que quien tiene las armas es la ley y puede interpretar los actos a su manera, como ocurre estos días de impotencia social ante la arrogancia ejemplarizante y despectiva con la que gobierno, ministros, empresarios y militares defienden los hechos de barbarie de militares y policiales activos o en connivencia con paramilitares que señalan, condenan, criminalizan y apuntan sus armas a derrotar la protesta como legítimo derecho y a exterminar a sus líderes y con ellos a la memoria, la verdad y las víctimas del horror que engendra la doctrina militar.