San Carlos era un municipio cuyos habitantes guardaban fielmente las costumbres y el arraigo antioqueño, destacándose las características de las familias numerosas, la dedicación a la religión católica y la práctica de agricultura y ganadería.
Sin embargo, el conflicto armado, que trajo consigo el desarraigo, la pérdida de las costumbres que generó la construcción de las centrales hidroeléctricas y la condición particular de ser un municipio altamente rico y estratégico, lo puso en la mira de los grupos armados, quienes vieron en él una oportunidad de avanzar en sus operaciones y apropiarse de esta manera de territorios clave para la economía del país. Entre 1998 y 2005 se reportaron más de 33 masacres, se registraron más de 300 desapariciones forzadas y más de un centenar de víctimas de minas.
A pesar de lo anterior, la nueva dinámica que se presenta en el municipio se convirtió en un escenario propicio para que muchas de las familias que se habían desplazado por efectos de la violencia ahora vivan un proceso de retorno que les permite reencontrarse con todo aquello que hacía parte de su diario vivir y volver a identificarse como los seres sociales que son por naturaleza.
El éxodo que vivieron bien lo describe Evelio Rosero en Los ejércitos: "se van, me quedo, ¿hay en realidad alguna diferencia? Irán a ninguna parte, a un sitio que no es de ellos, que no será nunca de ellos, como me ocurre a mí". A eso yo le agrego: "me quedo en un pueblo que ya no es mío, siete de cada diez sancarlitanos se desplazaron a causa del conflicto armado".
Ahora llegan ayudas permanentes del Estado, pero que no reparan el daño causado a nuestra propia identidad, el dolor de perder a un ser querido o la incertidumbre de saberlo desaparecido, postrándonos aún más, haciéndonos dependientes y creando un paternalismo que pareciera no tener fin.