El horror narrado desde la ficción de Herta Muller

El horror narrado desde la ficción de Herta Muller

Un lenguaje que da esperanza e ilusión

Por: María Isabel Flórez
febrero 05, 2015
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El horror narrado desde la ficción de Herta Muller

La violencia es un tema casi que obsesivo en la literatura, tanto en la narrativa como en la poética. Se han escrito novelas, generalmente en la etapa posterior a los conflictos internos o a las guerras entre naciones, que nos han ilustrado sobre la historia y la razón de ser de estas tragedias, por medio de personajes que encarnan a sobrevivientes de la crueldad, el odio y la tortura.

Esto del tema del horror es relevante en la obra de la premio nobel del 2009 la rumana Herta Muller en su novela “Todo lo que tengo lo llevo conmigo”. Utilizó los documentos y las notas que reconstruyeron a dos manos con el poeta Oskar Pastior, quien estuvo preso en un campo de trabajo soviético, y se propusieron escribir una obra sobre el tema de estos sitios de reclusión en la Unión Soviética en 1945. En esta época, el general Vinogradov, en nombre de Stalin, exigió que todos los alemanes que vivían en Rumania contribuyeran a la reconstrucción soviética. Sin embargo, el poeta murió en el 2006 y un año después la Muller decidiera escribir ella sola esta novela.

Para los soviéticos de ese entonces, los alemanes de origen rumano eran culpables de los crímenes de Hitler, y por lo tanto esos campos de trabajo son el transfondo, el motivo y el origen por el cual la escritora nos cuenta a través de Leopold Auberg, un joven de 17 años, oriundo de Hermannstadt, sobreviviente a cinco años de trabajos forzados, la cotidianeidad de los presos y la vida en el día a día del campo de concentración.

Muller logra contar el horror y la esperanza que en la voz del protagonista nos inmiscuye en un tiempo de agonía y oscuridad. Sin embargo, no se queda ahí, sino que son tan sensibles los episodios de su narración que en medio del hambre, el frio, el desamparo, podemos palpar y sentir cómo el ser humano acude a lo más ínfimo, lo más minúsculo para convertirlo en algo grandioso que le permite en esta situación, a los habitantes del campo, mitigar el sufrimiento y soñar con la libertad.

¿Pero qué esas pequeñas cosas se vuelven importantes para la escritora que en un estado de reclusión inmisericorde?

“Comparar un pañuelo con la leche fresca en la mañana, pensar en los cogollos de col y cotejarlos con la mirada de cabezas humanas luciendo los peinados y gorros más variopintos, enseñar a la nostalgia a mantener los ojos secos, ver como por la presencia del ángel del hambre cualquier lugar huele a un plato de comida diferente”

Este ángel del hambre está presente en “Todo lo que tengo, lo llevo conmigo” ya que uno de los castigos y su ingeniosa forma para enfrentarlo, está relacionado con las ínfimas raciones de comida insabora, insulsa e insuficiente:”Empujé el plato de comida hacia Heidrum Gast, junto a su mano izquierda, hasta que chocó con su meñique- Ella lamió su cuchara sin usar y se la secó en la chaqueta, como si hubiera comido ella, no yo”.

La fuerza de las frases, la filigrana de las palabras entrelazadas poéticamente nos mitigan el dolor para sumergirnos en la voz de nombres cotidianos y crudos como “la gente de piel y huesos, el alma también tiene pies, no alas, o el pan siempre va tapado con un paño blanco, como si fuera un montón de cadáveres”.

La lectura minuciosa de la novela permite señalar que la autora logra con una voz única en sus descripciones relatar las más duras situaciones de abuso humano, de tal manera que lo intrascendente se vuelve una forma concreta de mantenerse en el campo y sugerir estados de esperanza.

Eso en particular tiene que ver, por ejemplo, con la devoción con que se espera una sopa caliente, o como se imagina Auberg, el protagonista, que el hielo puede mitigar el horror, o describir el hambre como algo que aprieta, o salir volando como un cisne o la repetición de la frase de la abuela: “sé que volverás o la sensación de que el aire de la habitación, me mira y huele a harina caliente”.

Para Herta Muller, la realidad del horror se entremezcla también con las vivencias de su propia madre que durante cinco años padeció uno de estos campos de trabajo, lo que también le permitió después de un año de reflexión interior, sacar la fuerza para iniciar la novela y el ímpetu para finalizarla. Entre otras cosas también como un homenaje a su amigo y colega Pastior.

Leopold Auberg, en la parte final del libro cuando ya había sido liberado del campo de trabajo y llevaba varios meses en su casa no había compartido nada de su experiencia en conversaciones familiares, con vecinos o antiguos amigos: “yo estaba encerrado en mi y expulsado fuera de mi, no les pertenecía y me echaba de menos a mí mismo”.
La poesía en el libro se hace presente en todos sus capítulos algunas veces escrita en versos escuetos y otras surge serpenteante entre las frases de los que cohabitan en la historia para enfatizar sentimientos como soledad, desconfianza o melancolía.

“El aguardiente arde en el estómago y las lágrimas en el rostro, hacía una eternidad que no lloraba. Enseñé a mi nostalgia a mantener los ojos secos”

Dentro de toda la lucidez e introversión del personaje de la novela, la autora pone en su boca y en su pensamiento que lo más oneroso de sus posesiones es su obligación a trabajar precisamente cuando ya había salido del campo: “Es la inversión del trabajo forzoso y un intercambio de salvación. Mora en mí el domador de la compasión, un pariente del ángel del hambre. Él sabe como amaestrar a todos los demás tesoros. Se me sube a la frente, me empuja al embrujo de la coacción porque me asusta ser libre”.

El trauma de Auberg, significa como a muchos otros personajes que su realidad es tan cruda en todo el libro, que uno como lector se niega a aceptar las migajas no solo de comida sino de trato humano, donde lo que se impone es la forma de doblegar y humillar los cautivos hasta despojarlos de cualquier asomo de dignidad.

Finalmente, la obra nos permite interesarnos sobre las creaciones literarias que en Colombia y Latinoamérica han tenido como eje la narración de la historia de nuestras violencias que han servido para que, desde el arte y la creación, no olvidemos el origen de las mismas y entendamos que el tema del pavor, el aborrecimiento o el miedo puede ser desacralizado, por ejemplo, con el amor y la esperanza.

 

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