El viaducto es una estructura de metal rojizo y cemento de poco más de medio kilómetro que pende atirantado entre los municipios de Pereira y Dosquebradas, si bien no posee las dimensiones y la estética impregnada en los diseños modernos de las grandes ciudades, es, para los tímidos proyectos arquitectónicos que nos habitan, un gran puente. Pese a que su forma es sencilla, tiene como atractivo adicional, no sé si intencional o no, que se cruza por él la puesta del sol.
Es posible apreciar la belleza de este puente atravesado por los rayos del sol extinguiéndose en el ocaso para darle paso a la noche iluminada por sus luces, sin embargo es más fácil observar esta belleza cotidiana fuera del puente que dentro de él por dos simples razones: la primera se debe a que el área que rodea al viaducto es lo que habitualmente se conoce como zona roja, por lo que entrando la noche la inseguridad es fácilmente perceptible y la segunda, un poco más compleja, se debe a que la estructura misma del puente: las rejas y mallas dispuestas a cada lado para contener la crisis que es más humana y social que individual, rompen la entrada de la luz de la tarde, haciendo del espectáculo crepuscular algo fragmentario.
De tal manera que para poder contemplar como es debido la extinción del día y el comienzo de la noche, y por qué no, la aparición de otras estrellas y cuerpos celestes, es necesario vencer el miedo al hampa, o no tener que perder por cuenta de algún encuentro inesperado, y más importante aún: superar uno a uno los obstáculos puestos entre el ser humano y el ocaso.
Es común oír de historias heroicas o trágicas (según el punto de vista) de personas que superan las barreras arquitectónicas, sociales, éticas y morales y ponen en la puesta de sol su ritual de despedida. Ciertamente, no todos terminan al ocaso, como siempre, hay quienes prefieren el silencio del alba o de la medianoche, o el ruido canicular del meridiano, es cuestión, creo yo, de gustos. Una mirada al horizonte, a la ciudad apagada y un salto al vacío para terminar en un golpe seco contra la roca del río que lleva la historia de todos quienes lo habitan a través de su excremento.
No obstante, en un día caluroso del primero de febrero, un hombre más decidió sortear todos los escollos y salir a su encuentro con el sol, pero esta vez, rompiendo con toda etiqueta: sin irse en picada contra la piedra y el río como se hace habitualmente. Don Fabio llevó una soga, la usó de corbata para la ocasión bien ceñida al cuello, dio un paso al frente y, en medio de cientos de espectadores, demostró unos últimos espasmos corporales hasta quedar solo a la merced del viento, extinto junto con la tarde que se encontraba próxima.
Sobre la muerte de este hombre de nombre Fabio Usma hubo varias versiones, dejó una carta de despedida y muchas deudas, la carta no se conoce, aunque suele pasar que leerla genera más incertidumbres que certezas. Al principio se difundió la noticia de que era un pobre vendedor de aguacates acosado por espacio público, versión desmentida más tarde. Cabe resaltar algo del aguacate, esa planta milenaria de los pueblos de América, considerada el nuevo oro verde que parece ser oro solo para los que ya oro poseen, y cuya etimología se les antoja incómoda a muchos, viene del nahuatl: ahuacatl = testículo.
Habrá variadas elucubraciones sobre don Fabio y su muerte, desde las interpretaciones patológicas y psicoanalíticas, que buscarán el fin en una infancia atribulada por las carencias paternas, hasta las políticas, sociales, económicas y teológicas, que hablarán de la ausencia por cuenta del modelo neoliberal capitalista individualizante o del abandono de dios; pero, al menos yo, creo firmemente que don Fabio solo quería mirar de cerca al ocaso.