Hugo Ospina acaba de advertir que si no se saca formalmente a Uber, Didi y Cabify del país paralizará todas las ciudades. Hordas de taxistas se asentarán frente a los aeropuertos bloqueándolos. En Bogotá ya lo hizo hace dos semanas. La excusa que dio, con su particularidad grosería, fue que uno de sus compañeros de intestinos inquietos tuvo que hacer sus necesidades dentro del auto. En solidaridad los muchachos decidieron asentarse frente a El Dorado haciendo que miles de personas perdieran sus vuelos. La policía ni se apareció. La policía siente una empatía natural hacia la mancha amarilla. Debe ser que se sueñan ser dirigidos por un comandante de las condiciones atarvanísticas del señor Ospina. Si en Nueva York una protesta se asienta sobre el aeropuerto John F Kennedy llega el ejército, la policía y hasta los Avengers. Lo mínimo que debe hacer un gobierno es garantizar la llegada a un aeropuerto. Se pueden tapar todas las vías, menos la de los aeropuertos. Acá no pasa nada. Acá se aplaude soterradamente las maneras de Ospina.
Conseguir un taxi en la lluviosa Bogotá entre las cinco y las siete de la tarde un viernes es prácticamente imposible. Los tipos se sienten empoderados, reyezuelos en sus carruajes amarillentos y escupidores de veneno. Algunos sádicos incluso paran y preguntan a la persona-siempre mojada- para donde va y no importa si dices si van al sur o al norte siempre te van a decir que no. Y pilas, si te subes lo mejor es ponerte la cédula en la boca. Puedes desaparecer. En Bogotá las historias terribles de paseos millonarios perpetrados por taxistas se cuentan por miles. Una mujer sola en un taxi tomado en la mitad de la noche corre un peligro latente. El robo se puede dar de muchas formas. O te escopolaminan o simplemente, si eres nuevo en una ciudad grande como la capital, se hacen los perdidos y el taxímetros va marcando impune. No son todos. He encontrado taxistas maravillosos que me ponen la música que quiero y hasta me dejan fumar. Obvio que no son todos. Pero ha pasado. Pero es mejor no correr riesgos. Es fácil ponerse paranoico cuando tomas un taxi en la calle y te sumas al azar. Por eso necesitamos las aplicaciones. Los taxis no dan abasto. Necesitamos pedir un cabify, necesitamos Uber. Es más seguro y la persona responsable de auto no tiene una foto de pared a pared en la sala de su casa de Hitler Ospina.
Fue irresponsable de Petro -¡Cómo está costando aceptar que el actual presidente es una desilusión constante!- hacer pactos con Ospina. Ahí está el fascista, exigiendo a los gritos los pactos asumidos. El presidente, como es su costumbre, le quedará mal, pero lo empoderó. Ospina está pidiendo, además de acabar con la competencia, que se paguen más caro las carreras.
Hugo Ospina se dio a conocer en marzo del 2016. Mientras Los Rolling Stones terminaban su concierto en El Campín al otro extremo de la ciudad, en el parque de la 222, en el norte profundo, estallaba el Estereo Pícnic. Esa noche del jueves 10 de marzo había, por lo menos, 200 mil bogotanos en la calle, haciéndole aspavientos a la lluvia y, sobre todo, cruzando los dedos para que un taxi les parara.
Hugo Ospina, el paisa de 53 años que creó en el 2002 la Asociación de Taxistas había amenazado en la tarde al Secretario de Movilidad de Bogotá con sellar el Estereo Picnic y los alrededores de El Campín si se permitía el servicio de Uber. Los usuarios no tardaron en poner las quejas. Desde la Calle 222 hasta la calle 100 con autopista norte hubo taxis que cobraron 50 mil pesos, cinco veces más de lo que cobran usualmente. Hasta el centro de la ciudad las carreras superaban los 100 mil pesos. La alcaldía de Peñalosa tembló: se dio cuenta que Ospina mandaba en las calles bogotanas.
En julio del 2015 después que el vicepresidente Germán Vargas Lleras desafiara a su gremio diciendo públicamente que legalizaría Uber, Hugo Ospina organizó una caravana desde el centro de la ciudad hasta las afueras del aeropuerto El Dorado. Allí más de 800 taxistas lo acompañaron. Subiéndose al techo de su auto Ospina reafirmó su intención de no ceder en el propósito de impedir que se impusiera la “piratería” que para él significaba Uber. Ante el poder desplegado, a Vargas Lleras, que es difícil de amedrentar, no le quedó de otra que pactar con Ospina.
Días después el escándalo se desbordaría. El líder de los taxistas ordenó la creación de 52 bloques de búsqueda para detectar Ubers en Bogotá y sin más bajar a los pasajeros que ellos consideraban ilegales de los vehículos. Las redadas de los ‘amarillos’ contra los ‘blancos’ fueron cada vez más comunes y beligerantes. Muchos automóviles de color blanco –ajenos a la guerra decretada por los taxistas– empezaron a rodar por Bogotá con letreros de ‘Yo no soy Uber’, para evitar ser objetivo de los amarillos. Y las críticas cayeron sobre Ospina. En redes sociales lo acusaron de paramilitarismo y circuló el rumor de que cuatro taxistas habían agredido a un conductor de Uber en La Floresta, al occidente de Bogotá. Los ánimos estaban caldeados y Ospina no ayudaba a enfriarlo. Tenía en la sangre el fragor del conflicto.
¿Este no es un comportamiento delictivo? Pregunto, ¿alguien le pondrá un bozal a este señor? ¿Quién le dará un tatequieto? Qué mal le hace Ospina a sus compañeros. Si los odiamos es porque muchos se parecen a este patrón.