A Alejandro Obregón lo conocí en un bautismo a principio de la década de los ochenta donde yo era la madrina de Cintia, la hija del embajador de México en Colombia, Edmudo Font y su esposa Eugenia. La ocasión era por lo grande: Cartagena de Indias en el la iglesia de San Pedro Claver. Por pedido de los padres, la pequeña comitiva teníamos que vestir de blanco como un símbolo sagrado. Nunca pregunté quién era el padrino porque estaba muy orgullosa de mi primer rol no cumplido en la vida, pero para mi horror veo llegar a Alejandro Obregón. Un hombre de una fuerza inédita, con una voz muy grave y yo, su peor crítica. Nadie opinó nada, rápidamente empezó el sacerdote porque ya estábamos como media hora tarde. Todo estuvo perfecto hasta que llegó el momento en que los padrinos teníamos de renunciar al diablo... Y el grito del irreverente pintor se oyó hasta la cúpula en un noooooooooooooooo rotundo. Nos mirábamos entre nosotros algo desconcertados, mientras que el sacerdote le pedía calma. "Alejandro calma, no grites. Compórtate". Mientras la palabra seguía retumbando. Acabamos en medio del llanto de la abuela que estaba a punto de desmayarse. Ese día me dije a mi misma: Aunque no te guste, tienes que conocer a ese hombre tan maravilloso Y así fue.