Muerto Stalin (1953), su criminal director de la policía secreta, Beria, y el Comisario de la II Guerra, Krushev, se disputaron a muerte el poder del imperio bolchevique. Ganó este con las mismas armas con las que Stalin (un georgiano, no ruso) le había ganado de mano Trotski, tras la muerte de Lenin: golpear de primero con la más baja intriga. Trotski, conductor con Lenin, de la revolución que marcó el siglo XX, cuando espabiló, ya estaba desterrado del país que había construido junto con Lenin y con el pueblo ruso, y que duraría setenta años, la Urss. Y tras once años de errar en el mundo, en 1940 fue eliminado por orden de Stalin en México. Uno más entre los veinte millones que ordenó ejecutar o que dejó que “la suerte” los tocara. Claro que fue el asesinado más célebre de su locura criminal.
Este es el aparente leitmotiv de El hombre que amaba los perros (2009) que hoy reseño y recomiendo ampliamente. Leonardo Padura (1955), su autor, es un cubano a quien la revolución de su país lo tomó niño, como a los de mi generación. La novela se sitúa en tres escenarios, cada cual “pisado” por su personaje principal: el primero, los días, lugares y países por los que erró Trotskiy y su familia desde el inicio de su destierro. El segundo —y en plano contrapuesto—, el deambular de su asesino y su familia, el catalán Ramón Mercader. Ambos ligados por un ideal y un designio fatal. Finalmente el escenario del narrador en la Cuba de los ochenta con su “esplendor” socialista primero; después con las consecuencias —con visos trágicos de escasez y hambruna— que generó a los habitantes comunes y corrientes de la isla, el derrumbe de la Urss en los noventa. Obvio, no a sus dirigentes, como tampoco hoy en la Venezuela del default.
Además de la innegable maestría narrativa, es destacable la labor investigativa histórica y la coherencia en la exposición con los hechos novelados. Contextos geográficos y personajes de los dos primeros escenarios pueden ser encontrados —hasta con sus cambios a través del tiempo— en cualquier enciclopedia. Claro, esto último sólo lo hacemos los enfermos de los detalles de la aventura de leer.
Y ahora aclaro por qué hablo antes de un “aparente Letmtotiv”. Según Vargas Llosa, a todos los escritores nos mueve un secreto acto de rebeldía. El narrador –¿el mismo autor?— no reniega de la Revolución de su pueblo, sino del séquito de quienes se apoderaron de ella para manipularla y usufructuarla, a nombre de una ideología que desfiguraron en su propio beneficio. (Algunos amigos me han asegurado que ellos jamás habrían logrado culturalmente lo que son, de no haber sido por la Revolución). En el mismo saco de responsabilidades mete a las “autoridades culturales” que propendían por una cultura “sinflictiva” (acrítica), que –con halagos o por la fuerza— doblegó a muchos escritores y artistas, que apenas hoy, y con temor, empiezan a levantar la cabeza para señalar los errores y horrores, caso quizá del mismo Padura. No les quedaba sino la angustia incierta del escape, del ostracismo, hasta de la cárcel o el sometimiento. Define a su isla como “…un país oscuro y lento, siempre caluroso, que se desmoronaba todos los días…”.
Pienso que El hombre que amaba los perros es una máscara para denunciar. A veces con furia, por ejemplo las hambrunas. A veces con ironía: la evasión del obligatorio servicio civil de las recién graduadas universitarias, utilizando el matrimonio como pretexto. A veces con dolor y furia, como el trato al “problema” homosexual. Y así, poco a poco, la novela se convierte en un “Memorial de agravios” contra la selecta cúpula que gobierna desde 1959, con férula dictatorial, pero camuflada con visos marxistas y humanitarios, claro que a menos de cien millas de E U. Pienso que el muy detallado desarrollo –paso a paso— de la planeación, organización y ejecución del asesinato de Trotski es sólo una excusa para decirnos: ¡miren!, con la misma hipocresía y descaro con que cometieron este asesinato, así nos han mantenido a nosotros, a nombre de una falsa justicia social. ¡Son los mismos cínicos!