El muelle se adentra doscientos metros en el Caribe. Las bases no pueden estar más firmes. El mar lo azota con fiereza. La primera vez que vine a este lugar era un pueblo de pescadores con casas de techos de zinc que se parecían a las ruinas de Macondo después del diluvio de dos años. No había esperanza. El sol y la arena hacían aún más triste un lugar monocromático, pero este lugar siempre estuvo acompañado de una belleza centenaria.
Los primeros migrantes entraron por acá en 1923. El muelle tardó casi cincuenta años en construirse y era quinientos metros más largo. Incluso, si llegas a la punta, a su final, donde Ferney y un grupo de niños juegan a hacer clavados cada vez más arriesgados, podrás ver enterrada en el mar, la garita con un vigilante atento a la llegada de los barcos. Las olas se la siguen comiendo.
Es mediodía y el sol pega como un puño de boxeador. Ferney y su combo, sin camisa, le piden a un turista que los grabe. Quieren ver, en cámara lenta, cada una de sus cabriolas. Colombia nunca ha ganado una medalla olímpica en clavados, pero uno podría imaginarse lo que sucedería si Ferney, Víctor, Marcos Manuel y Wilmer tuvieran apoyo, los hubieran metido en un programa especial y si este país pensara en grande, se dedicarían sólo a eso: profesionalizar su obsesión. Seríamos potencia mundial. Ferney y su pandilla de muchachos felices es sólo una parte más del paisaje amable en el que se convirtió el muelle de Puerto Colombia.
Es un mito viejo ese de que los barranquilleros son descuidados, que ensucian las calles, que no tienen civismo. En diciembre pasado, un influenciador, en la mitad de la Plaza de los inmigrantes, en la entrada al muelle, decidió orinarse con unos amigos y transmitir el hecho en vivo. Inmediatamente, todo el mundo reaccionó. La propia Elsa Noguera llegó al lugar a limpiar el estropicio, la infamia. El escarnio cayó sobre el muchacho. Con Puerto Colombia, nadie se mete. Además, recorrerla, es sorprenderse. El civismo del que hace gala Medellín con su Metro lo expone ahora esta parte del Atlántico con su limpieza y sus buenas maneras.
Hasta 2019, el amor que se sentía en la Costa por el muelle de Puerto Colombia era algo apenas nominal. En 1988, fue declarado como bien de interés cultural de carácter nacional, pero el abandono lo condenaba.
Todo empezó a cambiar en 2016 cuando hicieron las primeras intervenciones a los lugares más afectados por el paso del tiempo. Sólo hasta julio de 2019, los colombo franceses de Soletanche Bachy Cimas arrancaron a demolerlo y crearon esta superestructura de 200 metros de largo y 4,45 metros de ancho. El Ministerio de Comercio-Fontur invirtieron 5.000 millones y otros 1.500 millones por el lado del Ministerio de Cultura. El Departamento del Atlántico dio $12.174.693.600 además, el diseño del muelle salió por $860.920.000.
Toda esta infraestructura, no es solo muelle. El Parque que lo precede es un homenaje a los inmigrantes franceses, libaneses, italianos, alemanes que convirtieron Barranquilla en la primera gran ciudad cosmopolita de Colombia. Por aquí entraron los primeros carros, el cine, la cerveza, el mundo. Por eso, caminar el Puerto es regresar por un momento a los albores de la historia de una ciudad que palpita. Una nueva construcción, una nueva ventana, la más grande de las tres, está a punto de terminarse. Ciento treinta años después de que el tren pasó por este lugar, Puerto Colombia toma otro segundo aire. Hace rato dejó de ser la hija fea de Barranquilla.