El registro de los desaciertos nacionales incluirá algún día la supresión de la enseñanza de Historia en la educación de los colombianos. Tal despropósito ocurrió hacia 1984, cuando el Ministerio de Educación Nacional decidió que esa materia debía inscribirse en el contexto amplio de las ciencias sociales para conformar una sopa de contenido incierto junto a la geografía, las nociones de economía, la antropología, etc.
Los padres de quienes nacieron después de esa época hemos registrado con sobresalto el vacío resultante. El agujero negro conceptual se expresa en los compatriotas jóvenes de muchas maneras. Unos desconocen elementos esenciales de nuestra identidad colectiva; otros padecen del complejo de Adán: creen que los avances y logros de esta sociedad comienzan con ellos; muchos más careciendo de referentes, son terreno colonizable por demagogos que proclaman como si fuera verdad absoluta su peculiar versión de los acontecimientos pasados.
Al anunciarse la restitución de la enseñanza de Historia los organizadores del Hay Festival incluyeron en el programa un conversatorio que fue denominado “La Historia vuelve”. El intercambio se encomendó a Jorge Orlando Melo, Daniel Samper y Antonio Caballero, anunciándose con las siguientes palabras: “después de años de ninguneo y ausencia de los programas gubernamentales de estudio, la Historia está regresando al abanico de intereses de los colombianos. Pero ya no es la Historia contada por historiadores académicos en forma académica, sino por escritores y periodistas con espíritu educativo”.
En opinión de muchos asistentes el resultado del evento fue decepcionante. Dos de los tres participantes en el panel eran reconocidos maestros del periodismo de opinión, caricatura y humor, pero difícilmente podían ser las personas indicadas para dar línea sobre una materia tan importante en esta compleja y polarizada etapa de la vida nacional.
Por eso no debería haber sorprendido que en el conversatorio Daniel Samper metiera una basa orientada a desvirtuar la afirmación del presidente Duque sobre la solidaridad del gobierno gringo en nuestro proceso emancipador. Al fundamentar su tesis de que los yanquis tuvieron una actitud beligerante contra nuestro sueño libertario, Daniel utilizó un párrafo de los historiadores Henao y Arrubla para concluir que cierto regimiento norteamericano nos atacó estrellándose contra el castillo de San Felipe. El grupo agresor habría incluido al capitán Lawrence Washington, medio hermano de Jorge Washington, libertador de Norteamérica.
El haber hallado esa “prueba reina” de la mala leche yanqui despertó entusiasmo entre algunos de los incautos presentes. Ello se explica en buena medida porque el panelista de manera intencional omitió aclarar que aquel ataque había ocurrido en 1741, sesenta y nueve años antes de nuestra primera independencia, con ocasión del asalto del almirante Vernon quien comandaba una fuerza expedicionaria de Gran Bretaña integrada por regimientos de varias de sus colonias.
En todo caso al final quedó la idea de que lo referido por Samper no fue más que un chiste destemplado o un intento de evacuar la inquina que al parecer carga contra el primer mandatario. Lástima que Jorge Orlando Melo, que si conoce bien de aquellos acontecimientos, no hubiera intervenido para corregir y poner las cosas en su sitio.
Pero el episodio del Hay Festival es una advertencia sobre los peligros que pueden presentarse cuando se pretende “fabricar” una historia nacional sin rigor ni método, a partir de opiniones y prejuicios.
Dentro del propósito integrador habría que examinar el poco peso relativo
que se ha concedido a la gesta emancipadora en el suroccidente,
territorio adscrito a la Gobernación de Popayán, desde Antioquía hasta Ecuador
El asunto de los contenidos en la enseñanza de Historia debe abordarse con mucha seriedad, con una perspectiva de construcción de nación. Respecto de la colonia no es aceptable limitarse a los acontecimientos ocurridos en Santa fe de Bogotá, y su zona de influencia. Si nos interesa afirmar nuestra identidad nacional es necesario abandonar la visión “cundinocéntrica” e incluir las historias periféricas, como se ha hecho con los avatares militares de Cartagena de Indias y la insurgencia comunera.
Dentro del propósito integrador habría que examinar el poco peso relativo que se ha concedido a la gesta emancipadora en el suroccidente, territorio adscrito a la Gobernación de Popayán, y que se extendía desde Antioquía hasta el Ecuador incluyendo parte de la Amazonia. Desde 1811 en esa zona se librarían grandes combates con el propósito de desterrar al aún poderoso ocupante español. De esta circunstancia, dan razón enfrentamientos como los del Bajo Palacé, combate iniciático en la América Hispánica; y los de Bajo Palacé, Calibío, Tacines, Ejidos de Pasto y Rio Palo. Así como la batalla naval de Iscuandé, la primera de tal carácter en la vida nacional.
Una revisión adicional debe efectuarse sobre la forma como nuestra historia oficial ha diluido los aportes y procesos que involucran a los afros y etnias nativas en la construcción del país. Asuntos como la ocupación de los territorios ancestrales pertenecientes a las comunidades originarias aún permanecen en la sombra.
Pueda ser que la renacida enseñanza de la Historia de Colombia quede en manos de los historiadores de verdad, no de los cazadores de anécdotas, de los humoristas o de los oportunistas políticos.