Las estadísticas de niños muertos por hambre y enfermedades asociadas a ellas, que deberían manejar sus asesores, han brillado por su ausencia.
Escuchar que Kiko Gómez es asesino o no (discurso de Petro), escuchar que los políticos de la Guajira son corruptos o no (no son los únicos en Colombia), escuchar que se han esfumado las regalías (Reficar no es buen ejemplo), ya suena más a disculpas que a causas.
Las zonas habitadas por los wayúu, etnia a la que pertenezco, están fuera de la red del Estado. No existen vías de acceso y sin ellas es imposible que lleguen alimentos y se evacuen enfermos, se suministre agua potable y se exploten sus playas vírgenes y sus paisajes paradisíacos como medio de ingreso.
El Estado no tiene ningún argumento para no civilizar el territorio. No existe presencia ni mucho menos características que puedan dar la sensación de nación y ahí es donde se quiebra el cristal.
Los wayuú fueron mucho tiempo carga para el chavismo y con la crisis venezolana se desnudó la orfandad a la que los sometió mucho tiempo el Estado colombiano. Sin una política de Estado que se interne al corazón del problema de la mano de las comunidades muy difícilmente la tragedia desaparecerá; por el contrario, se incrementará a niveles mucho más aberrantes, que desde Bogotá no alcanzan a imaginar.
Una tragedia como esta en cualquier parte del mundo tuviese preso a un ministro por lo menos, pero acá no. Los señores candidatos no la abordan con la importancia que merece un tema donde los protagonistas son los niños.