Ahora que los abusos contra las mujeres llenan las páginas de los periódicos, y que en varios de ellos nos recordaron el reciente centenario de la Revolución Rusa, la ocasión es propicia para contar que no todas las monstruosidades de José Stalin se conocieron con la desestalinización. Es poco lo que se sabe de su doctorado como proxeneta, sátiro y sádico de alto vuelo. Inició esa carrera con experiencias como la que le brindó Galina Spandaria, su primera novia, a quien indujo a acostarse con el conde Orbelani, un aristócrata libertino que pagaba a buen precio las caricias vendidas por sus parejas circunstanciales, para sacarle dinero.
Después que la desventurada joven sufrió la más dolorosa decepción por la vileza de que fue víctima, Stalin se dedicó, en asocio de Lajos Korescu, a la explotación de varios burdeles dotados de vistosas damiselas. El pretexto justificativo no podía faltar: proveer de fondos al Partido Bolchevique. Pero sus propios amigos sabían que Stalin no entregaba todo el recaudo a la tesorería oficial, sino que se guardada sumas apreciables. Lenin, en carta que reproduce Bernd Rulan, le dio un tirón de orejas inusitado, pese a que tampoco escondía sus escrúpulos cuando los fondos escaseaban en las arcas de la revolución.
Stalin propició el suicidio de una de sus esposas, Nadia Alliluyeva, y el de una de sus amantes, Lisa Kassanova, profesional destacadísima en ciencias sociales que tuvo, como él, la pasión de la política. A Nadia la humillaba delante de los jerarcas del Kremlin y lanzaba en su presencia, para mortificarla mientras departían con sus relacionados, las expresiones más soeces de su vocabulario libidinoso. Bastó que en un momento de imprudencia le reprochara sus crueldades políticas, para que revirtiera contra ella torturas de las que reservaba para sus peores enemigos. A fines de 1932, la pobre Nadia –madre abnegada de dos de sus hijos, Vasilli y Svetlana– se descerrajó dos tiros en la cabeza.
La historia de Lisa no fue menos dramática. Dada su inteligencia brillante y la fascinación que ejercía sobre Stalin, los más obsecuentes servidores de este lo convencieron, con ardides sutiles, de que su nueva amiga tramaba una conspiración contra el Gobierno. Por excepción, y como pocas veces en su largo viaje de mandón, se tragó la innoble conseja, y no se inmutó cuando se enteró de que la talentosa científica fue confinada a Siberia, donde un tiempo después decidió suicidarse.
Las intrigas de aquellos esquiroles no pararon allí, pues urdieron el matrimonio de su jefe con Rosa Kaganovitch, una judía desabrida que pronto lo fastidió. Atribuyéndole coqueteos con un oficial imberbe, la repudió con el visto bueno del Soviet Supremo, cuyos miembros autorizaron la anulación del vínculo. Desde 1938 hizo pornografía con niñas buscadas para tal fin, y a las que se resistían a juerguear con él las azotaba hasta sangrarles las espaldas. Laurenti Beria, su jefe de Policía, y Mijaíl Mechlis, su secretario privado, dejaron testimonios espectrales sobre esa etapa crapulosa de su vida.
Con María Demshenko,
una valerosa piloto de la aviación militar,
tuvo unos amores en los que su sadismo careció de límites
No es absurdo decir que Stalin usó los lechos de amor para saciar sus ímpetus de “feminicida”. Pequeñito le quedó Harvey Weinstein. Con María Demshenko, una valerosa piloto de la aviación militar, tuvo unos amores en los que su sadismo careció de límites. La hermosa María prefirió, al final de su turbulento romance, fugarse y actuar como voluntaria en un operativo contra los alemanes en momentos en que Moscú corría el riesgo de ser bombardeada. Jamás se supo qué suerte corrió.
Agobiado por los cuernos que le puso Yevgeniya Paulova con el encargado de su seguridad personal, Stalin aceptó un encierro con Paulina Roskova el 5 de marzo de 1953, una potranca a la que montó enseguida de un hartazgo espectacular. Murió de jinete, y solo ella, que quedó muda al comprobar que no se venía sino que se iba, podía desmentir el origen de la congestión cerebral que le causó la muerte.