Esta semana me vi dos películas colombianas, una es un thriller bastante competente, hecho literalmente con las uñas y que va a ser olvidado rápidamente y el otro es un esperpento inenarrable dirigido y producido por el legendario Gustavo Nieto Roa.
Voy a aprovechar el estreno de este par de películas para lanzar una pregunta: ¿Por qué el cine colombiano, aparte de un par de cortometrajes, no tiene ninguna figuración ni despierta ningún tipo de interés fuera de nuestras fronteras? La respuesta más obvia sería porque es malo, acá los guionistas, por más que leamos libros, vayamos a la universidad y veamos todos los clásicos, no sabemos contar en imágenes una historia y es por eso que nuestras películas parecen pequeños frankenstein, hechas a puntas de retazos, de sketches mal hilvanados, sin ritmo, sin gracia, tediosas e intrascendentes.
Los actores, acostumbrados al teatro y a la televisión, ven una cámara de cine y se lanzan irresponsablemente a un festival de gritos y gesticulaciones exageradas que no tienen nada que ver con la famosa contención que hacen gala los John Hamm, Di Caprio o Bryan Cranston. Los directores no tienen continuidad y casi siempre una ópera prima es el principio y el final de una carrera. Los hay y muy buenos, a mí me gustan, por ejemplo, todo lo que ha hecho Ciro Guerra, Carlos Moreno y Óscar Ruiz Navia, de los cuales solo el último parece de verdad tener un talento universal.
Del universo del cortometraje salió Rubén Mendoza, quien demostró su genialidad con La cerca pero que ni con la pretenciosa La sociedad del semáforo ni mucho menos con Tierra en la lengua pudo atisbar la cima creativa a la que llegó en su magistral peliculita.
Para Tolstoi la única clave de la universalidad era hablar de lo que uno era, de las tres calles que conocía: pintar un cuadro a punto de Color Local. Lamentablemente y con contadas excepciones, el cine colombiano se ha limitado es a plasmar los estereotipos más no a la gente real. Lo que vemos en la pantalla es la caricatura de lo que somos. Claro, si los escritores somos incapaces de delinear un personaje, a un actor no le queda más que rellenarlo a punta de clichés, de chistes de mal gusto, la famosa improvisación en el set de la que tanto se ufanan los nuevos actores, para los cuales un guión no es más una cárcel de la que hay que escapar apenas se grite ¡acción!
Y ahí están los resultados: comedias que hacen llorar, thrillers que hacen reír y dramas asfixiantes que inevitablemente te sacarán de la sala. Yo no creo que los mejores guiones sean los que logran filmarse. Yo creo que detrás de toda esta basura que vemos está el verdadero talento, muchachos que en las regiones, alejados de la rosca bohemia de la Macarena, tienen historias muy importantes que contar. Ellos mandarán ilusionados sus guiones al FDC y, como cada año, verán que al final el “prestigioso” jurado internacional se decantará por bazofias como Ciudad delirio, San Andresito o Pescador.
Ya hay cómo hacer un largometraje con pocos recursos, Mauricio Cuervo hizo su decorosa Crónicas del fin del mundo con 27 millones de pesos y con poco más de 30 millones David Bohórquez pudo realizar Demental, ambas incomparablemente mejores que las esperpénticas Lo azul del cielo (850 millones de pesos) y Crimen con vista al mar cuya realización superó los mil millones de pesos.
Seguro, si estos dos realizadores hubieran tenido un presupuesto más coherente, el resultado final hubiera sido mejor. Lo que queda claro es que tanto Cuervo, como Bohórquez merecen una segunda oportunidad.
Y ojalá la tengan aunque va a ser difícil. El público promedio de una película colombiana es de una espantosa ignorancia. Ellos llenan la sala con la esperanza de ver a Mandíbula y a Don Jediondo decir la palabra que más arranca carcajadas en un teatro nacional: hijueputa. Y si repiten el madrazo ellos saldrán diciendo que qué película tan entretenida, “y hasta deja mensaje”. Las abultadas taquillas de los Paseos y de Ciudad delirio la hicieron, en su mayoría, gente a la que no le gusta el cine sino las telenovelas, o en el peor de los casos, Sábados felices.
A los Mendoza, Ruiz Navia, Gaona (¡qué hermosos que son Los retratos y El tiple, Iván Gaona!), William Vega y Ciro Guerra les queda, si quieren tener otra oportunidad sobre la tierra, filmar una ramplonada con algún comediante de la noche, invitar a Leidy Noriega y a un par de enanos y hacer lo que la gente quiere ver y con lo que deje la taquilla realizar el proyecto soñado, ese que no te reporta plata pero si te pone a viajar por todos los festivales del mundo.
Hacer lo de Truffaut: una película para el público y otra para ustedes y así ir agarrando pueblo porque no queda de otra. Hay una generación bien interesante que apunta a darle a este país, por fin, una cinematografía propia. Unos pelados que no se atienen a la amañada limosna de Pro Imágenes y que se mantienen vigentes, ilusionados y con la energía suficiente para realizar uno de los milagros contemporáneos: filmar una película sin un puto peso.