Fue en una visita en la iglesia de Santo Tomás Apóstol en Toledo, España. Una italiana especialista de arte nos decía que durante el Siglo de Oro español hubo un artista griego que había reinventado los rígidos escenarios bíblicos en la pintura del siglo XVI. Había creado además el inesperado puente entre las técnicas renacentistas, desde Leonardo Da Vinci hasta la revolución en las formas de Picasso en el siglo XX. De golpe, una varilla de luz entró de algún lugar incierto de la iglesia para pegarle justo en los ojos. La dama se puso la mano en la cara para detener aquel rayo de sol impertinente, mientras pronunciaba el nombre de uno de los cuadros más importantes del Siglo de Oro español: El entierro del Conde Orgaz.
La seguimos hasta una pequeña capilla al extremo derecho de la iglesia. Nos pidió que miráramos fijamente los rostros de cada uno de los personajes de aquel inmenso lienzo. Era verdad que no se parecía a las pinturas que se pueden encontrar en las iglesias europeas. Eran una serie de hombres de pieles pálidas de cuya dermis emanaba una luz propia y sobre sus cabezas, veíamos una jauría de personajes bíblicos. El hijo del pintor aparecía en la parte inferior izquierda y señalaba al muerto de tez verdosa vestido con una armadura vitrificada. El conde era sostenido por dos santos ataviados con sotanas del amarillo más incandescente que hayamos visto en nuestra vida.
─¡Es lo más parecido al color del sol!─ dijo emocionada una señora de colorido abanico de mano y que, para colmo, no paraba de masticar un chicle.
La guía hizo una mueca de mimo, y con olímpica indiferencia, dijo que si detallábamos a los caballeros detrás del muerto, hallaríamos al único personaje que mira al espectador. Era Doménikos Theotokópoulos, El Greco, uno de los pintores más grandes del Siglo de Oro español. La iglesia se había sumergido en un silencio de velorio de los desolados meses de agosto españoles. La algarabía de los turistas en la calle se había apagado. Solo escuchábamos la voz de la guía que, con un castellano de fuerte acento italiano, nos dijo que para entender la revolución técnica de El Greco había que comprender la censura impuesta a los artistas para pintar en el siglo XVI.
La señora del abanico volvió a interrumpir a la guía y dijo que El Greco fue lo que Chanel para la moda del siglo XX, o Lady Gaga para la música a comienzos de siglo XXI:
─Nadie se los esperaba, pocos los entendían, pero a muchos les gustaba ─terminó su frase con el énfasis que ponen las personas que se creen muy inteligentes.
La guía subió la voz para ganar autoridad, y nos dijo que solo tres siglos después de la muerte del pintor, los historiadores de arte habían podido comprender cómo este artista había sido capaz de inventarse su estilo propio en medio de una de las mayores censuras religiosas que haya tenido la historia de arte de occidente. Con la expresión exaltada de esas actrices condenadas a figurar en segundo plano, la guía afirmaba que ahí estaba la clave y nos contó que el movimiento reformista protestante del siglo XVI buscó reinterpretar la vida cristiana a la luz de las Sagradas Escrituras para volver a un cristianismo original. Como respuesta, el papa Paulo III y el emperador Carlos V, máximos representantes de la iglesia Católica, organizaron el Concilio de Trento. Por esta razón, los teólogos estipularon que las obras de arte expuestas a los creyentes en las iglesias debían centrarse en la representación del dolor y el sufrimiento producido por la fe. La gran mayoría de las personas de aquel siglo no sabían leer, por eso, el medio de propaganda era pintar los momentos estelares de la Biblia, sin la intervención de la interpretación del artista. La obligación de los artistas era lanzar al pueblo creyente en un estado de recogimiento espiritual.
─¡Vaya tiempos aquellos! ¡La subjetividad del artista importaba un bledo! ─dijo la señora del chicle, ahora indignada, abriendo de manera violenta su abanico de mano.
La guía espabiló con fuerza. El pelo se le revolvió en la frente. Estaba visiblemente desesperada. Volvió a mirar la bóveda de la iglesia, luego deslizó su dedo por la pantalla de su tableta y nos mostró el autorretrato del rostro largo y flemático del pintor. Había comenzado a hablarnos de la biografía del artista cuando, de repente, la vieja del abanico hizo otra abusiva intervención a mano desarmada, pero esta vez la guía pegó un grito como solo lo saben hacer las mujeres napolitanas, desde las profundidades de la garganta y con el alma saliéndose del pecho: "Santa madonna! C’è molta luce in questa chiesa!". Aquella persona incierta que obedecía al grito de nuestra guía, entonces se apresuró a cerrar las puertas y ventanas de la iglesia. Eran las tres de la tarde, y el sol de España, que parece ser otro astro diferente al del sistema solar, sobre todo en el verano, intentaba penetrar con rabia dentro de la iglesia.
Ella retomó la palabra y nos contó que el griego español había nacido en Creta en el año de 1541, en el seno de una humilde familia de ebanistas. Hasta los veintiséis años se especializó en el arte de íconos bizantinos, pero un día decidió abandonar su isla para estudiar los principios renacentistas de la pintura en Italia. Cuando se dio cuenta de que era muy difícil hacerse un lugar dentro del suelo de los pintores italianos, se fue a la capital del imperio más vasto de Europa: España. La guía hablaba y seguíamos escuchando el sonido de puertas y ventanas cerrándose de un solo golpe. Se escuchaba también el fastidioso sonido del chicle y el abanico veloz de la señora. La guía lanzó entonces una pregunta:
─¿Qué diferencia hay entre la pintura renacentista y la pintura barroca?
La señora del chicle detuvo su abanico en seco, alzó la mano y tomó impulso para hablar pero la guía la cortó de un solo tajo. Como una metralleta, la guía nos dijo que la pintura renacentista se caracterizaba por tener un solo punto de fuga en la perspectiva. El barroco tenía varios puntos de fugas. El principio de la pintura renacentista era el ángulo recto en la organización del espacio; en la pintura barroca, el principio no es el ángulo recto, sino la elipsis. El Greco hizo una síntesis de estas técnicas, jugando con la mirada del espectador, a partir de varios puntos de fuga en los que se muestran colores fuertes yuxtapuestos sin ningún tipo de transición. Los asistentes escuchábamos muy seriamente hasta que, otra vez, la señora arremetió con el suave gesto de la burla cordial:
─También hay que decir que El Greco deformó el cuerpo humano pintando hombres escuchimizados, esas piernas demasiado largas para troncos muy cortos y sus cabecitas pequeñas. Algunos dicen que se inspiró de personas con microcefalia. Se decía que tenía un problema en la vista…
La señora del chicle hubiese continuado hablando si la guía, con la misma sangre fría de quien estrangula una gallina, no le hubiese pedido con la mirada que se quedara callada. Volvió en sí en un aparatoso movimiento de manos y nos dijo que en este periodo los pintores debían dramatizar el dolor, la fe, el amor a Dios y poner en primer plano los hechos de la Biblia. Por eso no era de extrañar que su primer encuentro con el rey Felipe II fuera un completo chasco. El primer encargo del rey fue la representación del martirio de San Mauricio, cuya leyenda versa sobre la gallardía del general y su legión tebana para rechazar postrarse ante los dioses paganos del emperador. Cuando el cuadro estuvo terminado, el rey puso sus piadosos ojos en aquella pintura y se encontró con que El Greco había recreado en primer plano la anterioridad del martirio. En el cuadro, el santo discute con sus enemigos, y al fondo, como en una película, vemos la misma escena, pero ahora el santo aparece sin cabeza. El mayor colmo fue que la cofradía de los ángeles se volatiliza en el cielo como un simple telón de fondo. El Greco había violado la regla del Concilio de Trento: interpretó a su manera el drama de un santo y puso en segundo plano el sufrimiento.
La guía lanzó otra pregunta mientras le daba la espalda a la señora del abanico:
─Si El Greco sabía que despertar interrogantes sobre la "veracidad" histórica de los hechos de la Biblia causaba horror a los teólogos de la época, ¿por qué pintaba como se le daba la gana?
La señora del peinado gritó a todo pulmón que esa respuesta se la sabía, pero la guía fingió no escucharla, y nos dijo que mucho se había dicho de la supuesta incapacidad técnica de El Greco en seguirle la corriente a los postulados del Concilio de Trento, pero que según un enredo de notas de una tesis doctoral que la guía no terminaría jamás, tal autonomía para pintar, era en verdad, un work in progress, de lo que iba leyendo de esa vasta biblioteca compuesta de 160 volúmenes de obras de arquitectura, pintura, teología y filosofía. En una de sus frecuentes notas a la orilla de los libros, El Greco escribió: "Si pudiera decir lo que son los ojos del pintor, quedaríamos sorprendidos". Fue entonces cuando la guía se llevó la mano al pecho, y nos pidió que cerráramos los ojos e imagináramos a este hombre de piel pálida y rostro alargado, pasando su esquelético dedo por uno de sus libros favoritos sobre arte.
Los cerramos y al abrirlos, el ámbito se había obscurecido. La guía estaba frente a nuestros ojos, y detrás de ella, veíamos el inmenso cuadro pintura del Conde Orgaz. Era curioso, pero el relumbrón de luz de la tableta proyectada desde debajo de su rostro, le había estirado el cuello, achiquitado la cabeza y su tez había adquirido el tono helando de la gente que se acaba de morir. Ella se había convertido en la imagen viva de la técnica del pintor. Ella nos decía que las personas podemos imaginar en nuestra mente un color, una forma, pero nos interrogaba sobre cuáles eran los secretos para que solos pocos cerebros humanos fueran capaces de capturar las miles de tonalidades que puede adquirir la luz del sol en los diferentes horas del día. Los pintores tienen la respuesta escondida en sus ojos.
La iglesia había quedado a oscuras. Solo veíamos las facciones dibujadas de la guía por la luz de la tableta. La luz de nuestros teléfonos comenzó entonces a proyectarse en nuestros rostros. Finalmente, ella nos contó sobre la pregunta que no pudo responder en su tesis doctoral: ¿por qué El Greco nunca había pintado al sol? La señora del abanico se había vuelto invisible, escuchábamos sus pasos de cocuyo desde algún lugar entre nosotros. Con un tono de escalofriante franqueza, dijo: "Usted se equivoca, el sol es la quintaesencia de la pintura de El Greco. Lo que pasa es que él ha sido el único artista capaz de robarle la luz al sol e inmortalizarla en los colores de sus lienzos para la eternidad".
Esa fue la única vez que la guía le dio la razón. Fue entonces cuando, en un inquietante acto de magia, la armadura del Conde Orgaz comenzó a brillar.