La implantación del confinamiento obligatorio como la medida más eficaz para combatir la propagación del virus que asola al mundo parece haber activado de golpe la necesidad de reflexionar sobre nuestra existencia después de la pandemia, un después que, al menos por ahora, se vislumbra lejano. Una buena parte de memes, noticias, fake news, audios, opiniones de expertos y no tan expertos, etcétera, que circulan a diario por internet especulan sobre la forma en la cual los seres humanos viviremos —deberíamos vivir— en adelante. Con que la pandemia y sus devastadoras consecuencias sociales, económicas y políticas han resucitado la capacidad y la posibilidad de filosofar que reside en cada uno de nosotros. La catástrofe ha sacado a flote preguntas fundamentales, invisibilizadas hasta hace poco menos de un año bajo la telaraña de la perversa normalidad del sistema. Lo que no hicimos por nosotros mismos durante siglos, lo ha hecho un enemigo microscópico y letal.
Una de las cuestiones fundamentales revividas por efecto de la pandemia es la supervivencia del sistema capitalista. ¿Sobrevivirá o no el capitalismo? ¿Cómo debe reconfigurarse si quiere sobrevivir? ¿Cuál será el proceso para reactivar la economía? ¿Cuánto tiempo llevará reactivarla? ¿Es posible y necesario instaurar un nuevo sistema económico global? Respuestas a estas preguntas llueven desde todas las corrientes y orillas sociales, políticas, económicas y filosóficas. Las hay de toda clase: van desde las más sesudas y argumentadas, pasan por las más subjetivas y especulativas, y llegan a las más disparatadas.
Entre estas últimas está, por ejemplo, la de Zlavoj Zizeck, quien propone el surgimiento de un “nuevo comunismo”. En un artículo publicado en Russia Today el 27 de febrero de 2020 y recopilado en el volumen Sopa de Wuhan, el filósofo eslovaco asegura desde el título que Coronavirus es un golpe al capitalismo al estilo de Kill Bill y podría conducir a la reinvención del comunismo. Más allá de cualquier sutileza, la tesis de Zizek apunta con claridad a la muerte del capitalismo por obra de la pandemia y abre el camino a la fundación de un sistema comunista remasterizado como solución a la crisis global.
Me refiero específicamente a la propuesta de Zizek porque en ella encuentro una velada y peligrosa nostalgia del totalitarismo, y además porque me lleva a cuestionarme acerca de si una respuesta ética a la crisis del capitalismo en la pospandemia, puede venir de quienes tienen el poder suficiente para reformar el gran sistema. ¿Será así?
Como primera medida, es innegable que el capitalismo ha sido impactado gravemente. Lo demuestran hechos como la caída del precio del petróleo (-US$ 15 el día de hoy), los cálculos de algunos economistas sobre la reducción, en la pospandemia, de los gastos discrecionales de la población entre 40 y 50%, o la reducción calculada del PIB mundial en -5,3 %. Sí, el capítalismo ha sido herido de muerte, pero no ha muerto. Y no morirá. No morirá porque los ultraricos y los gobernantes lo salvarán. Para ellos la perpetuación del sistema capitalista es la única forma de conservar y acrecentar sus patrimonios y privilegios. Es más probable, en cambio, lo que ya sabemos: en la pospandemia los ricos serán más ricos y los pobres más pobres. La clase media desaparecerá y pasará a la fila de los marginados. Los gobernantes serán cada vez más descarados a la hora de imponer “medidas de emergencia” en favor de sus jefes: las grandes multinacionales, los bancos… en suma, los dueños del mundo. Ante este panorama, ¿qué nos queda a nosotros, piezas diminutas, casi insignificantes, del engranaje económico mundial?
Vamos a repasar cosas consabidas. Una de las premisas centrales del sistema capitalista es el consumo de bienes y servicios. Unos producen y ofertan, y otros consumen. Pero esos consumidores, a su vez, deben producir para ganar y así adquirir lo que necesitan. En otras palabras, como se sabe, el capitalismo se sustenta en buena parte en el estrecho ciclo de la oferta y la demanda del mercado. Esa es la razón por la cual, a lo largo de su historia, ha procurado con éxito mantener vivas y acrecentar las necesidades de los consumidores, proponiéndoles la deuda como el mecanismo más eficiente para colmarlas. Nos vende la enfermedad y la cura. ¿Cómo ha conseguido esto? Entre otras, a través de la divinización de su propia idea del progreso como la meta humana más importante. Al tiempo, nos ha convencido de que la razíz de ese progreso es la posesión. Poseer cada vez más y mejores carros, casas, tierras, conocimientos, salud, ropa, entretenimiento, diversión, comida, etc. En otras palabras, la idea de progreso, según el capitalismo de nuestros tiempos, se sustenta en la acumulación.
Más allá del placer que pueda procurarnos lo poseído, la acumulación nos promete ascenso social y, por supuesto, felicidad. Si acumulamos más, seremos mejores y felices. De ese modo, el capitalismo nos ha matriculado en una competencia frenética por abrir cuanto antes una brecha entre “el común de la gente” y nosotros. En términos coloquiales, ha conseguido implantar en nuestros cerebros la concepción del progreso como la necesidad inexorable de cambiar la bicicleta por la moto, la moto por el carro, el carro por la camioneta y la camioneta por el avión privado. Sin embargo, ha sido muy astuto, pues tal carrera es solo una narrativa aspiracional. Los reyes del sistema se encargarán de que jamás alcancemos el desafortunado sueño de poseer un avión privado, pero nos lo promete. Como lo ilustra Franco Berardi en su artículo Crónica de la psicodeflación: “somos como un drogadicto ansioso que nunca consigue alcanzar la heroína que sin embargo baila ante sus ojos”.
En ese sentido, la publicidad juega un papel preponderante. Con su lenguaje persuasivo y bacano exhibe, en una vitrina bien decorada, un tipo de heroína a la medida de cada heroinómano. El apabullante éxito del capitalismo no está tanto en la forma en que regula el mercado, sino en la forma en que lo exhibe. Y en los tiempos que se avecinan lo hará mejor. Afinará hasta lo maravilloso sus mecanismos publicitarios para prometer el cumplimiento de “las necesidades” de la generación pospandémica. Aprovechará la nutritiva fuente del Big Data, tan robustecida en estos tiempos, no solo para vigilar y disciplinar, sino también para crear nuevas necesidades y ofrecerle a cada Target “lo que necesita” para satisfacerlas. Apelará con mayor fiereza y mal gusto a la ampliación de una masa de consumidores brutales dispuestos a pasar la noche en vela en una fila de varias cuadras esperando a que abra el primer Starbucks de la ciudad o a que llegue la hora cero del Black Friday, eso sí, promocionando la prudente distancia de un metro entre cada individuo para evitar el contagio del virus.
Ese será una de los métodos —no el único, por supuesto, pero sí el que más nos involucra— para alcanzar su panacea, es decir, “la reactivación de la economía”. Ya veo rodando por las redes sociales los anuncios publicitarios que presentan a Cristiano Ronaldo bañando la perfección de su cuerpo con el jabón anti COVID-19; ya veo a John Galliano lanzando su nueva colección de lencería antifluidos. Y no exagero. Basta con recordar que durante la Segunda Guerra Mundial, Hugo Boss diseñaba los fastuosos uniformes del ejército nazi.
Ahora bien, tal vez en esa fortaleza del sistema radique también una de sus mayores debilidades. Está claro que nos necesita. No como seres humanos, nos necesita como consumidores y como oferentes, es decir, como partes indispensables de la cadena del mercado. Entonces, ¿una respuesta ética para los tiempos de la pospandemia podría ser rebelarse contra el consumo? Tal vez. Pero, ¿cómo? Difícil. Y sin embargo, un juego necesita jugadores y si nadie quiere jugar, no hay juego. Por supuesto, no se trata de morirnos de hambre y de frio, de apostarle a una sociedad anticonsumo. Ni siquiera se trata de pregonar el consabido “consumo responsable”, impostura políticamente correcta que pretende crear una religión y que, además, ha sido creada por los mismos reyes del capital. Se trata, sí, de involucrarnos en la cadena del consumo de una manera distinta de la forma en la cual nos hemos involucrado hasta ahora. Y esa forma nos exige renunciar a la carrera alocada de la competencia por la acumulación, de renunciar a la tierra prometida. En otras palabras, de darle la espalda a lo que no necesitamos consumir. Recuerdo una frase que citó el actor argentino Ricardo Darín el otro día en un video: “la economía global está colapsando porque en este momento solo compramos lo que necesitamos”. Se dice fácil, y sin embargo, ¿sabemos con claridad qué necesitamos?
Eso como consumidores. Pero debemos recordar que dentro de la cadena del mercado, el sistema cuenta con nosotros también como productores, como vendedores de bienes y servicios. Con respecto a ese papel surgen otros cuestionamientos igualmente importantes. ¿Qué ofrecemos? ¿Lo que ofrecemos beneficia realmente a alguien? ¿Nos beneficia, en últimas, a nosotros mismos más allá de la rentabilidad? Un ejemplo, tal vez, ilustre la necesidad de formularnos estas preguntas. Recuerdo el caso de un actor que apoya todas las causas humanistas y políticas valiosas, que en cada tuit se va con toda contra la corrupción del gobierno. Y, sin embargo, protagoniza varias telenovelas producidas por los dueños de la televisión en las cuales se diviniza a los paramilitares y a los corruptos.
En fin, nosotros hacemos el mercado, no el sistema. Y la forma de involucrarnos en él tal vez sea lo único que está en nuestras manos.
Así pues, teniendo en cuenta que en el mediano plazo las marchas ya no servirán de nada por el simple hecho de que estarán prohibidas —el contagio es la excusa perfecta para eliminarlas—, la única vía posible parece ser una rebelión contra nosotros mismos, contra la forma en que deseamos lo que deseamos y contra la forma en la cual pensamos en el bienestar del otro a la hora de ofrecer lo que le ofrecemos. Rebelarnos contra nosotros mismos, una rebelión que exige un ejercicio casi imposible de la voluntad y la libertad individuales.