Esta es una deuda personal y un imperativo cultural. El día domingo 20 del pasado octubre falleció en Barranquilla, a sus 90 años de edad, el maestro Benjamín Puche Villadiego. Un caballero a carta cabal. Un hombre de inteligencia y humor inagotables. Un gran señor templado por la dignidad y el incansable trabajo intelectual vinculado a fondo con lo más auténtico de las raíces culturales del Caribe colombiano.
Un hombre que sabía enlazar perfectamente lo más terrígeno y profundo de nuestra cultura popular con lo más ambicioso de los referentes universales. Y podía hacerlo con idéntica solvencia y desparpajo desde un foro universitario apretado de académicos y científicos, sobrados y pretenciosos, hasta una conferencia dictada en una plaza de mercado, en una conversación de amigos en una esquina Caribe, o en los alrededores bulliciosos de un fandango.
Cualquier escenario era propicio para que este anciano ejerciera su maravilloso magisterio lleno de imaginación, humor, sabiduría e inteligencia. Con su impecable sombrero vueltiao, inquietos y acuciosos los ojos azules, de palabras firmes y enfáticas, quizá un poco atropelladas por el ansia de decirse, siempre presto al gracejo sorpresivo y al dato inédito, el maestro Puche dejaba siempre en su auditorio la fascinante impresión de haber estado con un abuelo sabio. Su máxima para enseñar la expresaba en esta frase: “La inteligencia no pesa ni ocupa espacio”.
Fue marino y estudió Ingeniería Civil, pero desde temprano se consagró a la observación rigurosa de la vida cotidiana, de la cultura popular, de la vida de las gentes, de las fiestas y las formas de estar juntos, del pasado, del presente y el futuro, de lo grande y lo pequeño, con un rigor semiótico que siempre le permitía mostrar los más interesantes y asombrosos hallazgos. Logros que no siempre le fueron valorados justamente porque aquello lo hacía siempre atravesado por una pragmática de entrecasa muy particular que a veces desconcertaba a los científicos de cuello blanco.
Por él muchos colombianos nos enteramos de los secretos matemáticos del sombrero vueltiao, emblemático producto de la cestería zenú que había comenzado a estudiar desde 1968, y lo hizo aplicando a sus diseños el Teorema de Fermat. Y descubrió que esos mismos diseños estaban emparentados con antiguos tejidos de pueblos aborígenes en Canadá, México, Argentina y Perú.
Sus análisis sobre las relaciones de los ciclos vitales del bocachico, la hicotea, las siembras del maíz y la yuca ayudaban a entender la vida de nuestras comunidades. La interpretación que hizo de la importancia cultural de los zenúes para iluminar nuestra propia noción de hombres de esta tierra, hacía estremecer de orgullo a cualquiera. Su acuciosa capacidad de observación crítica de la realidad; su conciencia del lenguaje; su condición de hombre moderno y de mente abierta; y su capacidad para transformar la simple información en cultura y pensamiento, le permitió al viejo Puche desarrollar herramientas pedagógicas sencillas y creativas como los alfabetos populares campesinos, o plantear una interesante perspectiva pedagógica con la paremiología, convirtiendo en interesantes catálogos útiles para pensar y aprender los refraneros populares de Córdoba y Atlántico, por ejemplo.
Con él conocimos las enseñanzas de ese milagro ingenieril que los zenúes hicieron posible con los canales en “espinas de pescado” para trabajar la tierra y las inundaciones en más de 500.000 hectáreas de los ríos Sinú y San Jorge. Explicaba con amarga ironía cómo la consigna “la yerba crece hacia arriba y las vacas tienen la boca hacia abajo” había hecho posible la más terrible desforestación en el Caribe colombiano para favorecer la ganadería extensiva.
O había que verlo calculando las toneladas de excrementos que el pobre río Magdalena en su tránsito de miseria arrastraba hacía el Caribe olvidado por todos los gobiernos.
Mucha falta hará entre nosotros el maestro Puche Villadiego porque en verdad era una cifra sin par en el conocimiento de nuestra región y nuestro país, sin cuyo magisterio seremos desde luego mucho más pobres.
Quedan para la memoria, quizá un poco sueltos y dispersos en precarias publicaciones, que habrá que organizar mejor, muchos trabajos, siempre puestos en clave pedagógica, en los que se entrecruzaban asuntos de un amplio catálogo que Roger Serpa, su amigo y discípulo, describe así: “la historia, la geografía, la antropología, la etnografía, la arqueología y la sociología, la semiótica; la educación, la pedagogía y la didáctica; la literatura, la dramaturgia, las artesanías y las artes populares; el diseño precolombino y contemporáneo; la tradición oral y la paremiología; la ingeniería, la arquitectura, las matemáticas, la física y la química; la oceanografía y la marinería; la música, la coreografía, la culinaria, la mitología y la cosmovisión; las ciencias naturales, la genética, la biodiversidad, la ecología y el medio ambiente; la política, la economía…del Caribe y del país”.