Desconcierto, ira, curiosidad, pero sobre todo perplejidad, ha causado la columna de la periodista Claudia Morales la semana pasada en El Espectador, con cuyo título pidió respeto por su derecho al silencio sobre un nombre abominable, esto es, a no pronunciar el de uno de sus jefes que la violó, Él, escrito con la mayúscula con la cual solo se alude a Dios. Describe a su violador así: “Cuando trabajé con Él, era un hombre relevante en la vida nacional. Ahora sigue siendo y, además, hay otras evidencias que amplían su margen de peligrosidad”.
Siempre se ha tenido la conciencia de que un hombre relevante, con reconocida posición dentro de una sociedad exigente, logra éxitos con las mujeres si lo asisten gracia, simpatía y labia para conquistarlas, usando la galantería y sin aprovecharse de un vínculo jerárquico que mejore los términos de una relación amorosa que pueda llegar a ser, inclusive, de pareja, pues casos se han visto de personalidades prominentes (artistas, escritores, empresarios y hasta jefes de Estado) que desintegran un hogar y forman otro sin miedo a la sanción social.
Abusar de una dama, siendo el abusador individuo sobresaliente, es incurrir en una afrenta a la hombría de bien, a la delicadeza de un ser humano normal, y echar por un atajo al que acuden los enfermos de la mente y los sujetos que desconfían de los resortes de su espíritu. En otras palabras, las alimañas que carecen de sensibilidad moral, motivo que los predispone a perpetrar otros disparates como Claudia lo advirtió cuando expresó que “otras evidencias amplían su margen de peligrosidad”. O sea cuando caen en los predios de Lombroso, el precursor de la antropología criminal.
Como lo confesara la señora Morales, ha tenido que manejar miedos que la abruman, en especial por el estado de ánimo que presentaba cuando le sobrevino la desgracia: “una situación de dolor profundo” por una adversidad de su padre relacionada con el trabajo y que, por ende, complicó las cosas al verse ella obligada a renunciar al lugar donde trabajaba con “Él”. Coincidencia infortunada que suele presentarse en trances oprobiosos como el que la periodista afrontó de manera inesperada por una inconsecuencia de la libido desenfrenada de “Él”.
¿Qué diferencia hay entre un abusador como Lobo feroz (Juan Carlos Sánchez), apresado en Venezuela con fines de extradición, y el agresor relevante de Claudia Morales? Ninguna. Uno es, simplemente, Lobo feroz; el otro, El gran lobo feroz.
¿Qué diferencia hay entre un abusador como Lobo feroz (Juan Carlos Sánchez),
apresado en Venezuela y el agresor relevante de Claudia Morales?
Ninguna. Uno es, simplemente, Lobo feroz, el otro, El gran lobo feroz.
En un catatónico como Juan Carlos Sánchez es comprensible su cadena de extravíos, pero, en el otro, no. Ya veremos que le faltará coraje para decir: “Yo abusé de Claudia Morales”. La cobardía es otro de los componentes de ese tipo de personas salidas de molde. Complejos muy recónditos delinean sus impulsos delictivos y olvidan, en consecuencia, quiénes son y qué representan cuando escogen a la víctima y tocan la puerta de su cuarto de hotel –ella ignoraba que es un enfermo–, la empuja, le dice que calle con el dedo índice y la fuerza a copular contra su voluntad. ¿Una proeza? No, una bajeza
Una conclusión se desprende de la revelación de Claudia, así no haya mencionado el nombre de su victimario: que para ella es un riesgo seguir viviendo. “Las otras evidencias que amplían el margen de peligrosidad” de “Él”, la sitúan en un preocupante punto de mira. Sin embargo, tuvo la precaución de enterar a dos de sus colegas y a otros dos amigos para poner “a salvo su secreto”. De ocurrirle otra desgracia, un accidente de tránsito, verbigracia, no necesariamente los balazos de un sicario, se llegaría a saber, sin duda, la verdad.
Tanto ha avanzado la psicopatología, y tanto conocen de ella hasta los legos, que desde el pasado viernes 19 de enero, día de la sorpresiva y sorprendente columna de Claudia, las suspicacias van y vienen de una boca a otra, entre otras cosas porque revivieron la lista de sus jefes a lo largo de su periplo profesional y las cábalas abundan en torno a sus nombres y al grado de relevancia de cada cual.
¿Habría una firma encuestadora que se le mida a sondear lo que piensan los colombianos?