Fue tan intempestivo que aún estoy ante un terremoto que ofrece, a ratos, momentos de calma. Durante una noche de huracán en el mar, me recordaron que mi corazón comenzó a latir en su vientre, y pude quedarme dormida, arrullada por la certeza de que ella vivirá cada segundo en mis latidos hasta mi propia partida. Y no sólo en ellos. Mi mamá, Yamile Salinas Abdala, vivirá en el despliegue de mis pensamientos, de mis palabras y de mis acciones. Dentro de su hogar, que también es su vientre, aprendí a sentir.
A finales de los años noventa, cuando yo era una adolescente que iba al colegio alemán, Yamile nos llevó de viaje cada año a un lugar inconcebible de Colombia. Era una época en la que estábamos confinados en las ciudades; temíamos a las pescas milagrosas o casuales. Aun así, mi mamá nos llevaba o nos mandaba de vacaciones a subir a Ciudad Perdida en la Sierra Nevada de Santa Marta, bajar por el Orinoco para llegar al Raudal de Maipures, viajar en barco desde Buenaventura a Gorgona o recorrer el Apaporis selva adentro. En los viajes con ella, por Colombia y por sus ideas y propósitos, sembró los míos.
Hoy me pregunto cómo despertó su sensibilidad por el territorio en Colombia; por los pueblos que hacen parte de él y por toda su hermosura. Quizás contribuyó mucho que pasó gran parte de su infancia entre los ríos de Tumaco, Nariño, de donde era mi abuelo; y de Restrepo, Meta, mi abuela. También sé que Margarita Marino de Botero dejó una impronta imborrable y, más adelante, Juan Mayr, sus amigas entrañables y, por supuesto, los grandes amores de su vida: mi papá y Camilo.
________________________________________________________________________________
Algunos años después de nuestra llegada a Colombia, había alcanzado unas claridades pioneras sobre los conflictos territoriales en Colombia que en las siguientes dos décadas y media se dedicó a escudriñar y comunicar
________________________________________________________________________________
Es difícil rastrear cuándo decidió construir una perspectiva tan amplia y al tiempo un enfoque tan agudo sobre los conflictos territoriales en Colombia. Su padre era policía y ella comenzó su carrera como abogada en el sector privado. Luego viajó con mi papá y conmigo muy pequeña a Alemania, donde él hizo un doctorado y nació mi hermano Antonio. Yamile decía sonriendo que ella había hecho en esos cuatro años un “doctorado en maternidad”. Algunos años después de nuestra llegada a Colombia, había alcanzado unas claridades pioneras sobre los conflictos territoriales en Colombia que en las siguientes dos décadas y media se dedicó a escudriñar y comunicar.
No fue la academia: a mi mamá la carrera de derecho le alcanzó de sobra. Tampoco fue una formación política de izquierda en su edad temprana, a pesar de la febrilidad de la época. Mi mamá formó su propia mirada de una manera muy distinta, en la que jugó un papel fundamental su sensibilidad. Ella se enamoró de las entrañas territoriales de Colombia, y buscó comprender la perspectiva y la situación de los pueblos indígenas, afrocolombianos y campesinos. Desde ahí logró des-cubrir muchos nexos invisibles entre el conflicto armado y los intereses legales e ilegales sobre las riquezas de los suelos y el subsuelo como de forma tan precisa lo describe Oscar Parra en su columna El legado del Oráculo.
Su hogar, que es el mío, estuvo lleno de la sensibilidad a su causa y de un trabajo extremadamente disciplinado y riguroso al servicio de ella. De ahí sacaba la fuerza para trabajar hasta entrado el día siguiente casi todas las noches y generar un conocimiento complejo y una metodología única para sacar a la luz las dinámicas del despojo en Colombia, como lo describe Jhenifer Mojica.
En ese gran hogar que es mi mamá no se formó sólo mi corazón y mi propia sensibilidad, sino la de muchas personas que entraron allí y se quedaron en el corazón de ella: periodistas, investigadoras, estudiantes, abogadas, jueces, funcionarias, amigos míos y de Antonio que la llenaban siempre de entusiasmo por los lazos cariñosos y llenos de admiración recíproca que tejían y por las estrategias que confabulaban para transformar las condiciones que parecieran destinar a este país a la licencia que tienen unos pocos para despojar a muchísimos de sus tierras y a todos de vivir en una paz que esté a la altura de la diversidad y belleza de este país.
Durante estos dolorosos días, he sentido también unos destellos de alegría por las expresiones de reconocimiento no sólo a su obra, sino a su generosidad en el conocimiento, su calidez y su ternura. El sentimiento de orfandad no lo tengo sólo yo, como lo escribió Alfredo Molano Jimeno.
A todas las personas en las que seguirá palpitando mi mamá, quiero darles las gracias y ofrecerles mi cariño. Es el de ella que me lo trasmitió con tanta alegría y admiración cada vez que me llamó a celebrar una conversación, la publicación de un reportaje, la concreción de un proyecto, el desahogo mutuo frente a una injusticia, los nuevos hallazgos, los pequeños y grandes triunfos, pero, sobre todo, el inmenso cariño y la enorme admiración por las personas que entraron para quedarse para siempre en su gran hogar, que es el nuestro.