Caterine Ibargüen puso punto final a su carrera olímpica en Tokio 2020 como la atleta más grande de la historia colombiana. Sin embargo, Caterine pudo agrandar mucho más su leyenda si desde un comienzo hubiera escogido el deporte ideal para desempeñarse.
Corría el año 1996 cuando Caterine se mudó de Apartadó a Medellín. Tenía solo 12 años y se fue para seguir entrenándose en salto alto, disciplina donde le habían visto futuro en su pueblo natal. Los éxitos llegaron a nivel juvenil y con 15 años ya era podio del Campeonato Sudamericano de Atletismo.
En esta especialidad, salto alto, fue que Ibargüen se clasificó para los Juegos Olímpicos de Atenas 2004 y era la mejor sudamericana en la especialidad con tan solo 18 años, pero no pasó la primera fase en aquella olimpiada. Ella siguió insistiendo en salto alto para 2008 y no clasificó a los Olímpicos de Beijing.
Ese año fue el momento donde todo cambió para ella. No clasificar a Beijing la hundió en una depresión profunda donde pensó hasta en retirarse del deporte, pero ahí apareció su ángel, su actual entrenador Ubaldo Duany.
El cubano le recomendó que dejara el salto alto y pasara al salto triple. El impacto fue inmediato. Ibargüen fue tercera en el mundial de atletismo de 2011 y llegó a Londres 2012 como una de las favoritas para medallas. Ella hizo buenos los pronósticos y ganó medalla de plata, iniciando a partir de ahí un reinado en la disciplina. Ese reinado se vio consumado en 2016, cuando por fin se llevó la medalla de oro olímpica en Rio 2016.
El paso del tiempo le costó y para 2020 no estuvo ni cerca de las medallas. Aún así, cerró su participación con una gran sonrisa, pero queda la sensación de que si se hubiera dedicado desde su juventud al salto triple habría podido destacar desde hace mucho antes y habría dado más alegrías a Colombia.
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