Colombia va a entrar a un gran debate que gira alrededor de una pregunta que parece sencilla: ¿a qué velocidad deben darse los cambios sociales, económicos y políticos? De alguna manera, ese debate se viene dando con las discusiones que generó el paro nacional. La visión más radical del paro, que se recogía en algunas intervenciones de los de la “primera línea”, proponía un camino de un cambio total e inmediato. Iba a escribir un “cambio radical” pero hasta eso se robaron los de ese partido, las palabras. Simplificando, lo que empezó como un llamado ciudadano a pensar, a movilizarse para darle un sentido colectivo a la vida en el país, a mirar hacia los líderes sociales asesinados, a sacudir a lo burotecnocracia que presentó la reforma tributaria con una prepotencia sin igual, terminó en una agenda imposible de entender, no para el gobierno que no está interesado en eso, sino para las mayorías ciudadanas que simpatizaban con los inicios del paro. Pregunten y verán, casi ninguno de los que marchó por allá en ese noviembre de 2019, de noches de cacerolazos, o hace unos meses, tiene mayor simpatía por lo que dejó el paro. Y si la tiene, muy difícilmente puede explicar cómo se puede construir sobre lo que el paro dejó. Es una lástima porque se confunde la movilización política libre y pacífica, valiosa en cualquier democracia, con el vandalismo que promovieron algunos sectores.
La campaña presidencial va a retomar ese debate como nunca antes. Y es una gran noticia porque indica que la democracia colombiana, en medio de inmensas dificultades e injusticias, está madurando. El debate sobre la velocidad de los cambios no es un asunto colombiano, por supuesto, basta con ver con las últimas elecciones estadounidenses, en dónde se enfrentaban visiones tan distintas sobre ese asunto, lideradas por Bernie Sanders, Joe Biden y Donald Trump. Pero si es novedoso por estos lados porque acá la discusión durante buena parte del siglo pasado fue, en gran parte, sobre cómo conservar el status quo. El frente nacional, en el que se repartían el poder entre liberales y conservadores, fue la expresión máxima de ese enroque del establecimiento para proteger su poder. Como en cualquier asunto social hay complejidad: un lado del debate argumenta que no era un enroque del establecimiento sino una manera de evitar una guerra civil. Lo dudo, basta con observar la guerra que no se evitó, la que tuvimos con las guerrillas hasta bien entrado el siglo XXI.
La campaña presidencial actual representa entonces una democracia más madura y que recogerá de manera definitiva el legado de corrientes políticas que han ido creando tendencias en las últimas dos décadas. Pienso en el legado de las campañas de Lucho Garzón en 2002 y de Carlos Gaviria en 2006, que abrieron un espacio para una izquierda institucionalista y pacífica, en un partido nuevo que recogía buena parte de la esperanza del progresismo en el país, el Polo Democrático. Pienso en el legado de las campañas de la Ola Verde en 2010 y la Coalición Colombia en 2018, que plantearon una alianza amplia del centro a la izquierda con una agenda basada en un conjunto de principios resumidos, entre otros, en que “son los medios los que justifican el fin”, “el dinero público es sagrado”, “frente a la rabia y el miedo, la fuerza de la esperanza”, “podemos ser diferentes sin ser enemigos”. Y, más allá de los principios, la convicción de que el clientelismo -llevado a sus máximos niveles por los gobiernos de Santos- es la puerta de entrada a la corrupción. Pienso en el legado de Petro y la Colombia Humana de 2018, que le dio un giro al sentido de la izquierda en Colombia poniendo énfasis en un discurso ambientalista, de reivindicaciones rurales, con un intento de inscribirse en las corrientes de izquierda que gobernaron en América Latina durante la primera década del siglo. Pienso en el legado del uribismo, que terminó por ocupar la derecha del país, con una visión conservadora y republicana en algunos casos y en otros con abiertas simpatías por la herencia del paramilitarismo. Pienso en el legado de Santos que, en el fondo, es el del ideario liberal, con una visión pragmática en la que el fin justifica los medios -solo así se explica su alianza con el uribismo durante tantos años, con la lambonería esa de crear un partido con la U de Uribe- y que hay que gobernar con “un equipo de rivales”, aceitados por la contratación estatal.
Las sociedades se van construyendo y nunca arrancan de cero y es sobre esos legados que el país va a debatir ahora. Por supuesto, debe haber alguna innovación en los diversos campos, pero creo que los ingredientes están servidos. Petro propondrá unos cambios rápidos y definitivos, así lo ha indicado con claridad desde la campaña anterior. Recientemente, además, ha insistido en la necesidad de imprimir billetes como mecanismo de financiación del gasto cuando se necesite y en parar la explotación petrolera, “para salvar a la humanidad”. Hay una idea que Petro repite que a, mi juicio, es la síntesis de su visión: vivimos en una dictadura, dice. Esa observación es interesante porque es contundente y provocadora. Sospecho que miles (¿millones?) de colombianos estarán de acuerdo con él. Admite, por supuesto, la anotación paradójica: en esa “dictadura”, Petro ha ganado varias elecciones y aspira, de nuevo, a la presidencia. El camino guerrillero para derrocar “dictaduras” no funcionó en Colombia y parece entonces que las elecciones son la ruta. Pienso que Petro está fundamentalmente equivocado tanto en el diagnóstico -Colombia no es una dictadura- como en la estrategia – la revolución en estos tiempos no es empezar de cero sino construir sobre lo construido-. Leía esta semana, por segunda vez, el libro Democracias Precarias de la politóloga Ana María Bejarano. Colombia tiene una democracia precaria pero no una dictadura. Será más largo y más tibio, pero creo que, conceptualmente, es correcto.
Sin embargo, el planteamiento de Petro es interesante porque se fundamenta en varias verdades. Es insostenible la desigualdad económica y social del país. El asesinato de los líderes sociales revela además la persistencia de una profunda desigualdad política. La receta entonces que proponen en el Pacto Histórico es ganar elecciones a la presidencia, tener mayorías en el Congreso, y transformar la estructura institucional para cambiar esa realidad. En la campaña pasada, por momentos, propusieron Petro y el Centro Democrático hacer asambleas constituyentes. Eso se necesita para transformar definitivamente las instituciones que hay. Ya habrá tiempo de entender cómo se propone avanzar en esta campaña, no es evidente el camino que recorrerían para cambiar la relación con el Banco de la República y la prohibición de la extracción petrolera.
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Quienes construyen sobre el legado de Uribe, no habría realmente cómo construir sobre el legado de Duque, están elaborando un camino que liderará Óscar Iván Zuluaga
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Por el otro lado, quienes construyen sobre el legado de Uribe, no habría realmente cómo construir sobre el legado de Duque, están elaborando un camino que liderará Óscar Iván Zuluaga. Lo han reencauchado porque no salió bien lo de inventarse presidentes sin la preparación ni la experiencia para el cargo. Falta ver cómo se ve la reinvención del uribismo pero, ya es evidente, que irán por el extremo contrario al que propone Petro: se irán por el freno total al cambio. Seguir cómo vamos, ajustando en el margen para no perder del todo el apoyo masivo que tuvo Uribe. Paradójicamente, por el temor que generó la fase final del paro, ese discurso encuentra también un espacio en la sociedad. No solo los conservadores tradicionales, sino una clase media con miedo a perder lo que tiene. Un amigo caleño me describía el caso ilustrativo: sus papás, profesionales que empezaron desde cero y construyeron un pequeño capital que resultó en un apartamento y unos ahorros para la vejez, fueron a la primera marcha de este año. A los dos meses, estaban reconvertidos al uribismo que defendieron hasta el 2010: no querían saber nada de paros ni de simpatizantes de paros. En este extremo político dirán que ya no son las FARC, ya no es Santos, ahora el parto tuvo la culpa. Con el control casi total de las cúpulas de los órganos de justicia, el freno que propone el uribismo muestra los dientes a quién se le atraviese.
En medio de la propuesta de cambio a toda velocidad, sin reversa, sin atenuantes y sin dudas, y la propuesta de frenar totalmente, debe estar la propuesta del “centro” que se mueve alrededor de la Coalición de la Esperanza. A diferencia de los otros dos espacios políticos claramente liderados por Petro y por Uribe – que por sus cualidades como políticos natos han logrado liderar esos espacios, que de eso no quepa duda-, en ese “centro” hay varios liderazgos que implican diversos énfasis. Pongo “centro” entre comillas porque, si uno fuera exigente con el lenguaje de la ciencia política, debería escribir centro-izquierda en este caso. Alejandro Gaviria fue el último en llegar a intentar ocupar ese espacio, recogiendo el lenguaje y el legado de la Coalición Colombia -en medio del miedo y la rabia, la fuerza de la esperanza, repitió textualmente-. Con su estilo de intelectual que duda de sus propias intenciones y, aunque escéptico de casi todo, propone que tiene la certeza de que Colombia tiene futuro, como eslogan. Menor énfasis en los temas de la desigualdad social estructural y, sobre todo, del papel del clientelismo y la corrupción de los partidos tradicionales, como el Partido Liberal, en los problemas que tenemos. Habrá tiempo para que el desarrolle su visión, es su primera campaña.
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Alejandro Gaviria fue el último en llegar a intentar ocupar ese espacio, recogiendo el lenguaje y el legado de la Coalición Colombia -en medio del miedo y la rabia, la fuerza de la esperanza, repitió textualmente-.
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En este escenario, el centro debería ganar la elección porque si propone meterle un acelerador al cambio sin romper las instituciones actuales (la Constitución del 91, la independencia del Banco de la República, la JEP, la Comisión de la Verdad), va a conectarse con las mayorías ciudadanas, que marcharon la primera vez pero luego, en silencio, se retiraron. Que ya votaron en masa por la Coalición Colombia en 2018, que con un día más de campaña ganaba, aunque no tengan el control de las tendencias del día en las redes sociales. Estoy convencido de que esas mayorías entienden que el país no puede frenar más el cambio que se pide en las calles, que la indignación ciudadana necesita canalizarse en la política porque no es claro cuál es la alternativa. La diversidad de liderazgos del centro podría ser una riqueza si encuentra unos principios que los reúna, como ya pasó en 2018 y en 2010. No hay que tener ingenuidad, en una elección presidencial en un país como el nuestro, las características personales del candidato son fundamentales, especialmente en la recta final de la campaña. El encuentro de esas personalidades -representando a movimientos, partidos o ciudadanos libres- es lo que le da forma a la campaña.
Aunque casi todo indica que deberíamos ser pesimistas sobre el estado de la democracia colombiana, esta columna fue un intento de encontrar las razones de la esperanza, al ver consolidada la competencia de opciones políticas que tienen una forma y un fondo distintos. Eso es interesante, de eso se trata la democracia. Si el debate se puede dar alrededor de contrastar ideas y no destrozar a las personas que opinen distinto a uno, seguramente estamos ante una elección definitiva en ese desarrollo democrático. Pienso que la alternativa es la destrucción de lo precario que tenemos y no veo claro cómo eso puede salir bien. Estaré atento al intercambio de ideas- el argumento va, argumento viene de Mockus- y a cambiar las mías si me convencen. Entre tanto, dejo las mías, esperando sean de interés para quien leyó hasta acá.
@afajardoa