Se perdió el temor de Dios. Es lo que diría, dice y dirá cualquier hombre o mujer humilde, sacado de la población que sufre y entierra sus muertos, sin entender por qué si la paz estaba lista, el gobierno la embolató y ahora trata de hacer creer que trabaja por ella, pero invita a dar de baja a otros cuantos. La historia así no encaja, parece más un relato de entrada a las cámaras de gas que anunciaba desinfección e invitaba a las víctimas a desnudarse y acomodar bien su ropa para recibir la reconfortante ducha después del viaje en el tren del horror que los había despojado de su dignidad.
Lo que ocurre no es un asunto de Dios, ni de justicia terrenal a la que unos escapan, pero la expresión anuncia que no todo está bien, aunque en su soberbia de poder el gobierno hable fuerte, condene o repita que todo está bien. Perder el temor a dios o a la justicia indica que algo no está centrado y tal vez así es porque el gobierno se volvió tozudo y no se puede razonar ni entrar en debate con él, a pesar de las garantías del poco Estado de derecho. El gobierno actúa como si estuviera por encima de toda ley, regla, norma y criterio ético. Se impone creyendo que es la máxima autoridad de la verdad, la justicia y la conducta humana. Si pudiera mandar a fusilar lo haría y sus ministros aplaudirían y pedirían la horca, así como solicitan la castración, la cadena perpetua o el linchamiento público, con sangre, desmembramientos y lapidación a piedra. Nada ve con sentimientos humanos, nada entiende con las razones que otros tengan, nada quiere valorar que no sea lo suyo propio.
Impone su voluntad, su fuerza de voluntad, para servir a sus propias causas, sin escrúpulo moral. La voluntad del partido de gobierno (ministros, congresistas y juristas de su equipo) justifica el odio y el reinicio de la guerra, aunque empiece perdiéndola en el campo de batalla, al que volvieron las emboscadas, los asaltos a estaciones de policía y la devolución de cuerpos de los soldados envueltos en banderas. La soberbia no les deja ver que trajeron de vuelta el miedo de la gente más humilde y también de los soldados torturados para volverlos valientes y para que no se quejen de meses y meses sufriendo en la selva, sin amigos, sin familia, sin internet, sin sexo, sin sábanas limpias, sin dormir, aferrados a un cristo de pasta y metal que los proteja, sin capacidad para protestar una orden, solo cumplirla y aceptar las razones de su superior. Poco entienden del horror pero aprenden bien que por doctrina hay que neutralizar al enemigo, porque si no se les extermina, su pueblo del que les dijeron que como héroes tenían que liberarlo será exterminado por sus enemigos y para siempre. Si el superior lo dice todo parece correcto, creíble y tan natural que obedecen sin que a nadie se le ocurra dudar. La lealtad se compensa con premios y estímulos (comida, descanso, medallas) y así todo queda más claro y protegido por un implícito pacto de silencio. Los que obedecen se distraen tratando de ganar la guerra y los otros la empujan y las mayorías la padecen. Así es después nadie queda con sentimiento de culpa y todos con la sensación de haber hecho lo correcto, sin importar ningún ser humano. En la guerra que traen de vuelta el dolor de millones satisface a pocos que la inventan y alimentan y como buenos financistas y negociantes sacan de la muerte sus rentas, abultan sus cifras y ganan con votos.
El gobierno perdió el norte y aunque sabe que es su peor error, prefirió recomenzar la guerra, azuzado y acorralado por el partido en el poder, para el que todo vale y al que no le importará destronar al gobernante cuando ninguna de las tres tareas encomendadas se cumpla: exterminar al enemigo ya desarmado; tumbar al gobierno vecino y poner a la américa del sur al servicio de los americanos. Si el gobierno cogiera un mapa y mirara dónde están sus amigos y sus enemigos, comprendería que ya perdió la nueva guerra y que sería mejor reconducir a tiempo. Así evitaría que solo le importe lo suyo, porque entendería que su partido es indolente y como a los nazis la muerte ajena es su triunfo y no les apesta la muerte de sus enemigos, sino el humo humano que producían los crematorios, que olía a grasa y eso de verdad si les molestaba, los ofendía en sus tardes de sol o de camisas negras.
El partido en el poder arrastra al país hacia el horror que regresa imparable indicando que no es una persona la que mata, sino una ideología que enseña a matar y que se justifica aduciendo que nadie puede señalar el destino del pueblo colombiano, si no ellos, y que mejor si lo hacen a través de los militares, entre los que se destacan no menos de una docena de alto rango cuestionados inclusive por crímenes de guerra y ejecuciones extrajudiciales. Las escenas de horror de hoy son similares a las que ocurrían en 2014 o antes y hacen parecer que todo sigue igual. Los casos se repiten, replican y aumentan en todo el territorio, sin temor a dios ni a la justicia. De Buenaventura decía el obispo en 2014 que: esta es la ciudad de "las casas de pique", donde bandas criminales de origen paramilitar, dedicadas a la extorsión y el narcotráfico, descuartizan vivas a muchas de sus víctimas antes de arrojar los pedazos al agua. La ciudad donde el silencio de la noche lo rompen los gritos de auxilio de aquellos que están siendo desmembrados (BBC Mundo, julio 2 2019). Y por estos días la prensa decía cosas como: “capturan a cinco hombres con tres cabezas humanas en la zona de frontera” (wradio.com.co) o “paramilitares colombianos lanzan cabeza de guerrillero a comando venezolano" (Panam Post, junio 4 de 2019). Los gritos y gritos de las víctimas que se oían ayer, se oyen hoy. El eco de dignidad, se levanta contra el gobierno, denuncia al partido en el poder y ratifica con firmeza que la paz es de obligatorio cumplimiento, un deber para el Estado, un mandato para el gobierno.
Posdata: el 26 de julio la paz saldrá a la calle vestida de todas las expresiones y todos los colores.