El actual presidente de Colombia fue elegido bajo las banderas de la seguridad y de ser el hombre quien para este periodo presidencial le devolvería a este país un sueño que nunca ha podido alcanzar, muy a pesar de los procesos de paz que se han suscrito con grupos que han sembrado el terror y han estado escondidos en ideologías de salvación nacional.
El discurso de posesión mostró un compromiso por sacar esta nación adelante, zanjando asperezas, motivando la reactivación económica, devolviéndole a la sociedad la seguridad ciudadana y librando, por supuesto, una lucha sin cuartel en contra de toda forma de ilegalidad que ameritaba un compromiso de todos, en especial el de la institucionalidad que representa al Estado.
No obstante, con el transcurrir de los meses, la imagen del gobierno empezó a decaer considerablemente, y el valiente líder político que mostró como senador e inclusive como candidato cierto temple y determinación se vio desgastado por una desorientación que advertía una ausencia de rumbo peligrosa, la cual fue aprovecha por la oposición para desde múltiples frentes minar lo poco que había hecho el gobierno hasta el momento.
Llegó la pandemia y la atención de todo el país cambió hacia un nuevo pero desafiante visitante. Se dejaron de escuchar los señalamientos por vínculos de la campaña del señor Duque con un tal Ñeñe, para detenerse en la atención de una nueva y desconocida crisis, mejor dicho lo salvó la campana; tal situación me recordó un video filmado en el África, donde un jabalí en la playa se encontraba ante dos peligros, en tierra, un jauría de perros esperando que corriera hacia ellos, en el agua, un cocodrilo acechándolo. Así estaba Duque, entre dos males.
El encierro agudizó otro tipo de problemáticas, una de ellas, la violencia silenciosa que late en el seno de las familias colombianas, situación que llevó a las instancias judiciales y gubernamentales a emprender acciones para proteger a mujeres y niños, quienes siempre en cualquier contexto llevan la peor parte. Como es obvio, los meses de encierro trajeron una reducción importante de la criminalidad en Colombia, más por el miedo al contagio que por un cambio de mentalidad, y que hace quizás un mes o alguito más tanto el gobierno nacional como los locales celebraron como si se tratara de méritos propios de su gestión.
Hoy, aprendiendo a convivir con las condiciones que la vida nos impone, el crimen es el rey de las calles y de los campos en Colombia; líderes sociales asesinados, bandas criminales de todo tipo de pelambre dueños y señores de regiones y territorios, ciudadanos atracados y violentados en las puertas de sus casas, establecimientos comerciales saqueados como en las películas del oeste, mujeres y niñas asesinadas, y la podredumbre de la corrupción carcomiendo las entrañas de la sociedad, nos presenta todo un escenario desconcertante.
Resulta contradictorio que el gobierno del orden sea así mismo el gobierno del desorden, incapaz de ponerle un tatequieto a quienes con su conducta trasgreden la ley y constriñen al ciudadano. La seguridad y la tranquilidad de la ciudadanía, desde las urbes hasta los campos de Colombia, no están para ser negociadas, muchos menos para ser invisibilizadas. El país necesita seguridad y el crimen debe ser doblegado bajo el prisma de cualquier tipo de ideología que pueda gobernarnos.
La seguridad ciudadana no es patrimonio de un partido o movimiento político, sino un derecho al que los ciudadanos debemos tener acceso.