El genotipo de la guerra

El genotipo de la guerra

Que la llevamos en la sangre, en nuestro ADN. Que de principio a fin nuestra historia está escrita con balas, con injusticia, con pobreza. ¿Será que sí?

Por: Luisa Fernanda Páez Catalán
junio 19, 2019
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El genotipo de la guerra
Foto: Exército Brasileiro - CC BY 2.0

Que aunque hemos intentado dejar atrás el pasado vergonzoso que nos dejó la violencia, ese fantasma decidió quedarse para siempre en la memoria de toda una nación. Sería justo repartir las responsabilidades y la culpa entre todos para así facilitar el proceso de seguir adelante, pero lo cierto es que este desastre social nos dejó un legado indeleble que difícilmente lograremos borrar de nuestras almas.

Basta ya, informe de 20 tomos hecho por el Grupo Nacional de memoria Histórica y el Centro Nacional de memoria histórica, es una de las mayores denuncias públicas jamás hechas al Estado colombiano que evidencia los miles de crímenes que se consintieron y encubrieron (hasta el el día de hoy) por parte de un gobierno desentendido de las problemáticas que carcomieron irreparablemente el tejido social de nuestro país.

Irónicamente el fenómeno de la violencia en Colombia es el secreto peor guardado de su historia, el desesperado y precario intento de las élites por invisibilizar los efectos de la guerra no dejó más que inocentes pagando los platos rotos de un conflicto que jamás pidieron (entre 1958 y 2012 el 81% de las víctimas del conflicto armado pertenecía a la población civil), porque la bilateralidad aquí fue más una utopía que otra cosa; porque fueron los campesinos, los niños, los jóvenes quienes conocieron al miedo de frente y sin la oportunidad de rehusarse a tomar un destino que ya estaba escrito. Fueron familias completas que se vieron morir unos a otros sin poder hacer nada. Fueron innumerables violaciones a los derechos humanos e innumerables vidas perdidas que no entran en casillas de tablas estadísticas.

Pero todo tiene un origen, una razón de ser y este ensayo nos deja muy claro que no es preciso simplificar el génesis de esta penosa historia. Una guerra larga, cruel y compleja como la nuestra debe ser comprendida en toda su dimensión. Imponerse frente a sus consecuencias es muy importante pero insuficiente. Solo si se comprende la raíz de los motivos, objetivos, lógicas y, sobre todo, las transformaciones de los actores y el contexto, es posible encontrar el camino para ponerle fin. Si bien la gravedad y sobre todo prolongación de la violencia entorpeció el proceso de reconocer a los verdaderos actores del conflicto, olvidando lo importante que era identificar a qué nos enfrentábamos, no fue ético ni mucho menos práctico usar esto como excusa para no tomar cartas ante tal situación. Sin embargo, la negligencia social expuesta no costó únicamente vidas, sino la desestabilización de nuestro cimiento político-económico (he aquí aquello de que la guerra no es barata desde ningún punto de vista).

Aunque muy poco, el gobierno sí hizo algo, intentar controlar. Así que de repente los medios informaban cada vez menos, asumiendo que la violencia no era más que el pan de cada día, normalizando las masacres, (aunque no se cometían con el propósito de elevar el interés público, eran altamente violentas como una forma de amedrentar a quienes las sobrevivían como muestra de qué les esperaba si no se doblegaban) los asesinatos sin razón, sin sospechosos ni autores. Acciones como matar en zonas alejadas de las urbes, desaparecimientos forzados, desplazamientos masivos conformaron un patrón comportamental que pronto el colombiano promedio naturalizaría en su subconsciente (nuestro mayor y más imperdonable error fue haber aceptado interiormente la guerra). Por ejemplo, uno de los casos más importantes referentes a la invisibilización de la desaparición forzada fue el Registro Único de Víctimas de la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas que reportó tan solo 25.007 casos que tuvieron lugar entre la década de los 70 hasta mediados de 2010.

Merece la pena resaltar que todo esto de aterrorizar a los civiles no ha sido un accidente del conflicto, ni un daño colateral imprevisto. Ha sido parte de las estrategias de los grupos en su competencia por controlar los territorios, e incluso se podría decir que es un proceso selectivo que está sujeto a cuánto beneficio represente determinada región para sus intereses. Es decir, que esta tragedia no solo tuvo un carácter altamente deshumano sino que además desconoció de un constructo tal como la propiedad, un tema que desde mucho antes había significado el descontento de las clases menos privilegiadas teniendo en cuenta que la inequidad siempre ha hecho parte de nuestras características que más priman en nuestra sociedad.

La violencia en Colombia no fue únicamente letal, y aunque no causan la muerte delitos como el secuestro (usado desde los años 70 también como método para ejercer presión política), la violación sexual (con 1754 víctimas registradas en el Registro Único de Víctimas, mayoritariamente población infantil y adolescente) significaron el calvario de miles de civiles. Y como si no fuera poco, los líderes sociales tampoco lograron escapar ilesos de este conflicto en el que abogar y exigir por los derechos que estaban siendo frenéticamente vulnerados, significaba la muerte. De esta manera, la guerra se encargó por sí sola de coaccionar hasta la últimas de nuestras facultades como ciudadanos, de coartar nuestra libertad y despojarnos del espíritu.

Resulta muy duro entonces admitir que la batalla se nos salió de las manos, que medio siglo no bastó para saltar el capítulo donde la cultura del secuestro, la expropiación, la reclusión y asesinatos a sangre fría tomaron el protagonismo del libro completo. Ese libro es Colombia y el relato no es solo un relato, es nuestra realidad, y hoy la cargamos a cuestas. Nos embarcamos en la maratónica misión de reivindicarnos, construir un país en paz en memoria de nuestro abuelos y nuestros padres que no pudieron, y en consideración con las generaciones futuras; pero qué absurdo es pretender conseguir una sociedad pacífica sin tener que cambiar algo de ella. Esta regeneración imperativa debe nacer desde los adentros de cada colombiano, desde el núcleo cultural e ideológico que poseemos, es necesario recuperar la indignación que produce la degradación del conflicto y oponerse al concepto de que la guerra es un estado natural y que durará para siempre. Solo a través de la educación, la construcción de un colectivo cooperativo podremos desatar poco a poco las cadenas que heredamos del relato triste que nos tocó ser.

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